sábado, 14 de agosto de 2010

De quince

Había conducido el auto durante un largo tiempo, el gran ruido había quedado atrás y ahora sentía sed, más que antes, mucha más. Por eso, por la insoportable sed que me angustiaba, cuando vi la puerta abierta, entré. Por eso.
Casi sin transición aparecí en un salón iluminado por velas, veinte o treinta, tal vez más. También mesas con manteles blancos y sillas alrededor, y cubiertos dispuestos con elegancia, y copas de formas diversas, muchas copas, y flores en las mesas. Hice este inventario con angustia, ni una botella a la vista, y de pronto observé a la pareja. ¿Dónde habían estado durante esos dos o tres minutos? ¿Dos o tres minutos? ¿Quién me lo aseguraba? El hombre y la mujer conversaban de pie, detrás de la que parecía ser la mesa principal. Yo me había detenido a unos pasos de la entrada y allí permanecí. Después de un tiempo que no podría precisar, parecieron percibir mi presencia e hicieron silencio. Entonces ambos me miraron, pero fue el hombre quien hizo una seña o lo que yo interpreté como una seña, una especie de permiso o invitación a sentarme. Había tantas sillas y yo estaba tan solo allí, y sin embargo me llevó un buen rato la elección del lugar. Miré hacia la pareja en busca de ayuda pero ya ninguno de los dos reparaba en mí, charlaban, los dos hablaban al mismo tiempo. Supuse que cualquier sitio les daría igual. Y a mí también. Ni una botella, murmuré. Me senté a una distancia de ellos que me pareció apropiada, ni muy cerca ni muy lejos, pensé que así estaría bien, no quería molestar, ya vería luego, cuando llegara la gente. Eso. ¿Y la gente? La puerta seguía abierta y no había entrado nadie. Sólo yo. Nadie. 
Algo incómodo, cada vez más inquieto y sediento, intenté distraerme contemplando el salón. No era tan grande como me había parecido al principio. Había algunos cuadros en las paredes, no parecían pertenecer a un único artista, eran de los más variados estilos y me llevaron a pensar en un museo, inclusive el olor del lugar remitía a museo, a cualquier museo, olor a pasado, a tiempo transcurrido. Las cortinas eran blancas, parecían envolverlo todo y dejaban adivinar una ventana detrás de la pareja, a la que le calculé alrededor de cuarenta años, poco menos tal vez. Había también un reloj allí, tan grande como antiguo, quise fijarme en la hora pero se había detenido, el péndulo permanecía inmóvil. Como yo.
Quizás había llegado demasiado temprano, imposible saberlo, y sin embargo no sé por qué supuse que los otros invitados se demoraban demasiado, que ya bien podrían haber llegado, pero no lo habían hecho y yo desesperaba de sed, sentía la garganta caliente, muy caliente y ávida, y recordaba haber tomado mucho, en verdad demasiado. Antes.
De pronto entraron al lugar cuatro muchachos.
En fila, con gesto altivo y a la vez indiferente. Ninguno saludó. Ni a mí ni a los anfitriones, que no parecieron darse por enterados. De todas formas, sentí recobrar algo de mi optimismo. Al fin, pensé, la fiesta daría comienzo de un momento a otro, bien pronto dejaríamos de esperar. Enseguida los cuatro se dirigieron al escenario, que yo no había advertido. El más alto se colocó a la batería, de inmediato comenzó a golpearla con furor mientras los otros comenzaban a afinar los demás instrumentos. El grupo quedó enfrentado a la pareja, y yo atrapado entre ambos. En medio del estrépito ya declaradamente desatado, la pareja pareció animarse, debían gritar para entenderse aunque no daban muestras de que esa circunstancia les importara, muy por el contrario, cuando uno hablaba el otro reía a carcajadas, se iban alternando en esto, daban una imagen de gran felicidad, de desencajada felicidad, diría.
Ese estado de cosas duró bastante, aunque no sé cuanto tiempo. Mi sed continuaba. Ya no sabía qué actitud adoptar, había tosido y estornudado, me había parado un par de veces o más, y había caminado, dado vueltas por el salón, y también aplaudí y grité. Creo que hasta hubiera bailado un poco, sí, hubiera bailado solo, pero ni una gota vino en mi ayuda. En algún momento pensé en irme, alejarme de allí, encontrar en alguna otra parte algo para beber, la tanta sed resultaba ya imposible de soportar, pero no quise ser descortés y di unos pasos hacia la pareja, quería al menos despedirme y agradecerles la hospitalidad, después de todo habían aceptado a un desconocido en su fiesta. En ese momento los de la banda dejaron de aporrear los instrumentos, la pareja cesó de hablar, se dieron vuelta y giraron la cabeza hacia la ventana. El silencio duró pocos segundos, y entonces se oyó la explosión, el gran ruido, otra vez el gran ruido, afuera. La actitud de los que antes hablaban y reían pasó entonces a la desolación más absoluta. El hombre y la mujer se abrazaron y quedaron en silencio, y enseguida comenzaron a sollozar. Unos minutos después, los de la banda recomenzaron con la tarea de afinar los instrumentos. La banda y la pareja parecían pertenecer a mundos diferentes. Y yo y mi sed, a otro bien distinto. Mi intención de marcharme flaqueó, sentí que mis fuerzas desfallecían, con esfuerzo volví a la silla, la misma silla de antes, creo. Miré la puerta abierta. Y los invitados que no llegaban. No llegaban.
No llegaban.
Todo siguió igual durante un tiempo que no logro precisar, todo igual hasta que vi entrar a una mujer. Así. De pronto apareció y se detuvo a los pocos pasos y observó durante unos minutos la escena. Minutos equiparables a una eternidad, así los viví, o así los recuerdo ahora, ahora que escribo. Al fin me puse de pie, había creído percibir un gesto en la cara de ella. La recién llegada se acercó a mí, me extendió su mano, iba a estrechársela y se la besé, sonrió y dijo que por favor me sentara. Tome asiento, por favor, así dijo. Se arregló un poco el pelo y también el vestido y siguió. Gracias por venir, dijo. No tiene nada que agradecer, contesté, nada, para mí es un honor y un placer, dije. Miró por unos instantes a alguna otra parte y de repente pareció acordarse de algo, de mí tal vez, puede ser, porque, cómo lo está pasando, preguntó, y yo le tuve que decir que bien, gracias, solamente que me estoy muriendo de sed, no, esto último no se lo dije, hubiera debido, pero no, bien, gracias, eso nada más le dije. Entonces fue que mencionó algo así como que los disculpara, pues mis padres no tienen la culpa de lo que pasó. Yo no entendí lo que quiso decir, y se lo hice saber, no entiendo lo que me quiere decir, le dije. Entonces habló del accidente, ¿usted no sabe lo que pasó?, mis padres, esos dos que usted ve allí, detrás de la mesa principal, habían alquilado este salón, pero en el lapso que medió entre la contratación del lugar y la fiesta, hubo un viaje, y en el viaje un accidente con el auto, no, mi padre no manejaba, un chofer manejaba, yo no llegué a conocerlo. Soy la única hija, iba a cumplir los quince y ellos estaban tan ilusionados, ¿comprende usted? Claro. Yo dije claro y no sé por qué lo dije y no sé si ella escuchó. Luego acotó que en ese tiempo dijeron que el chofer había bebido mucho, algo así informaron la policía y los diarios, ya no importa, ¿no es cierto que ya no importa? Cierto. Cada vez viene menos gente, hoy hasta ahora vino solamente usted y creo que ya no vendrá nadie más, ¿a usted qué le parece?, quizás por fin la de hoy sea en verdad la última fiesta de mis quince años, y me alegro por ellos, que podrán al fin descansar, lo lamento, eso sí, por los chicos de la banda, ellos quieren triunfar con la música y vienen una vez por año y, ya los ve usted, lo pasan tan bien aquí, ¿no es cierto que se los nota felices?
Es verdad, mentí, se los ve tan felices.
Ella entonces cerró los ojos y se estuvo un rato así, quizás recordando cosas de su vida hasta que se levantó de golpe, me va a tener que disculpar, me voy a cambiar, para bailar el vals, ¿comprende usted?
Claro, el vals.
Dijo entonces que la esperara, que iba a volver, que era una promesa.
Ella lo prometió.
No sé cuanto tiempo esperé. Por momentos sentía que alguien pasaba a mi lado y me rozaba, no sé, ideas mías.
Recién dejé de escribir y los observé.
Los padres de la mujer, que todavía no ha vuelto, parecen cada vez más tristes, ya no hablan. Ellos no hablan y los músicos se fueron y ya nadie ocupa el escenario.
Las velas titilan, parecen no consumirse, permanecen inalterables con sus llamas que alumbran de mala manera el lugar.
Y la sed.
Mi sed sigue, implacable, y la incertidumbre que me embarga le sigue los pasos. Resulta evidente que hay puntos oscuros en el relato de la mujer, pienso, datos que no cierran, situaciones increíbles, cosas muy extrañas, por cierto. Preguntas. Tantas.
Preguntas.
Si soy el único que ha concurrido a la fiesta, por qué no me sirven algo, algo para tomar, por favor, cualquier cosa líquida y con mucho alcohol, ya a esta altura de la noche necesito mucho alcohol. ¿La noche?
Y además, por qué la mujer me había rogado esperarla y ahora no regresaba a cumplir con su promesa.
Y la pregunta más importante, la única que tal vez vale la pena, por qué sigo yo acá.
Si los de la banda se han ido.
Y luego el tiempo ha pasado.
El reloj.
Las velas y las flores.
El hombre y la mujer, atrás.
Los miro.
Y ellos a veces me miran.
Ya no hablan ni ríen ni hacen nada.
Nada.
Están ahí.
Y aquí adelante estoy yo.
Rodeado de cortinas blancas.
Inmerso en el silencio y la sed.
La sed.
Escribiendo estas cosas.
Esperando

2 comentarios:

  1. Brillante, Mario, el juego o la transgresión del tiempo y el espacio, dentro de una estética que evoluciona la narración. Me encantó,,,

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  2. Brindo por este espacio, entre escombros crece la hierba...felicitaciones Mario!!!

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