lunes, 7 de octubre de 2013

escena en movimiento

Un hombre sube a un taxi, a poco de andar el taxista lo reconoce y se lo hace saber, que lo vio anoche, le dice, que en realidad lo ve todas las noches, y que nadie lo moleste a esa hora porque lo mata, que está muy bueno el programa, que lo ve desde que empezó, al principio porque le gustaba a su mujer pero luego él también se enganchó, que su personaje es, lejos, el mejor de todos, y está seguro que de un momento a otro va a descubrir que su madre no es su madre, que se va a casar con Elena finalmente, y que ese Garrido las va a pagar todas juntas, qué, cómo, ah, que Garrido es usted, no puedo creerlo, uh, qué chambón que soy, cómo pude confundirme si anoche vi el programa, en realidad lo veo todas las noches, largo el taxi y llego a casa y mientras como algo lo miro, se lo juro, muy bueno, che, muy bueno el programa, desde que empezó que lo vengo siguiendo, y estoy seguro que Daniel va a descubrir de un momento a otro que su madre no es su madre y que al final se va a casar con Elena, y van a ser muy felices, la pareja más feliz del mundo, mal que te pese a vos, Garrido, hijo de puta.

domingo, 6 de octubre de 2013

Martín con lluvia

Martín se había despertado temprano, contento, feliz esa mañana de diciembre. Y claro, cómo no iba a madrugar, si era el primer día de sus vacaciones y encima su mamá le había prometido, como premio a tanto esfuerzo y estudio y las mejores notas, dejarlo ir a jugar a la plaza de ahí en la otra cuadra de su casa. Pero, ay, la felicidad no le duró mucho, apenas hasta escuchar el primer trueno y los que le siguieron casi enseguida y así darse cuenta de la lluvia que caía y hacía un ruido bárbaro en el patio. De todas maneras, se levantó y fue corriendo hasta la cocina. Su mamá tomaba mate cuando Martín le preguntó si igual podía ir a jugar a la plaza, se pondría las botas y tendría cuidado de no resbalarse y listo. No Martín, escuchó, si más tarde para de llover te dejo ir, pero ahora no, llueve mucho, sabés. Martín se marchó nomás a su habitación, no sin antes pedirle a su madre que le avisara si paraba la lluvia, porque a lo mejor él se dormía de nuevo. Un trueno sonó muy fuerte entonces, el trueno más fuerte de todos.

Ya en su cuarto, Martín se asomó a la ventana y vio unas nubes tan oscuras tan oscuras que le dio un poco de miedo y un poco de bronca. Entonces se puso a dibujar, todos decían que dibujaba bien, muy bien. Primero hizo unos árboles y unas plantas y unas flores, luego un tobogán, y a un lado las hamacas. Cuando se dio cuenta resultó que había dibujado la plaza de ahí en la otra cuadra de su casa. La pintó toda y quedó conforme, contento, otra vez feliz. Se lo iba a mostrar a su mamá y a lo mejor con eso la convencía para que igual lo dejara ir a jugar. Pero enseguida se dio cuenta de que algo le faltaba al dibujo, ¿qué cosa le faltaba? El sol, claro, cómo no se había dado cuenta, le faltaba el sol arriba, y entonces rápido rápido se puso a dibujar un sol amarillo y le salieron sin querer unas nubes grandes y oscuras, muchas nubes así como las de la tormenta en la ventana, y dibujó luego las muchas gotas de lluvia que caían sobre el único habitante de la plaza, un pibe que le salió muy parecido a él, y claro, si era él, cómo no le iba a salir muy parecido. Una lástima la lluvia en la plaza de la otra cuadra, pensó Martín, y una lástima también comprender que ya no le podrá mostrar el dibujo a su mamá, ni a su mamá ni a nadie se lo podrá mostrar, con el papel así, todo mojado.

miércoles, 10 de abril de 2013

Mario Capasso, L’immeuble. Traduit de l’espagnol (Argentine) par Isabelle Gugnon, La dernière goutte, 2012

Voilà un immeuble composé, apparemment comme les autres, d’escaliers, de couloirs, de bureaux, de toilettes, un immeuble sur lequel règnent une direction (Super), une trésorerie, où se dénouent et se dénouent à l’envi des histoires d’amitié, d’amour, voire de sexe, mais aussi d’inimitié, de rivalité, voire de meurtre.
Comme les autres ? L’auteur a vite fait de déstabiliser le lecteur en montrant d’emblée, et de plus en plus cruellement, combien l’immeuble est lui-même instable et, disons, plus meuble qu’immeuble… Tout y bouge, tout s’y bouscule, tout y devient être vivant aux réactions imprévisibles. Et si l’on s’y perd, on peut toujours faire appel au « Bureau central des informations impétueuses », ou accrocher son regard aux pancartes du type « On rase gratis, se présenter à la Trésorerie à toute heure tant qu’il n’est pas trop tard ». Cela n’empêche pas les couloirs de changer de dimensions selon les besoins, ou la « zone d’influence » du narrateur de le suivre partout où il va…
Comme les autres ? Oui, sans doute, si l’on considère que la vie menée par les occupants de ce bâtiment fantasmé est une déformation systématique, poussée à la saturation, à l’excès et à l’absurde, de celle que chacun d’entre nous mène quotidiennement. Il y a dans cet « immeuble » du Courteline, du Marcel Aymé, du Kafka, du Beckett… Ce pourrait être désespérant ; ça ne l’est pas complètement, parce que c’est aussi drôle ; et, comme les paliers des escaliers, on trouve dans le foisonnement descriptif du roman, parfois, « de vastes plages de repos ». Désespérer, rire, méditer : Mario Capasso nous donne généreusement toutes les possibilités.




He aquí un edificio que en apariencia dispone como otros, de escaleras, pasillos, escritorios, toilettes, un edificio sobre el cual reinan una dirección (Super), una tesorería, donde se desatan, se desenredan, historias de amistad, de amor, mismo de sexo, pero también de enemistad, de rivalidad, hasta de muerte.

¿Como los otros? El autor desestabiliza rápido al lector, mostrando de golpe y de más en más, cruelmente, cuán inestable es el edificio, digamos que es más mueble que inmueble...  Ahí, todo se mueve, todo se atropella, todo deviene ser vivo, dispuesto a reacciones imprevisibles. Y si uno se pierde allí, uno siempre puede apelar a la “Oficina central de informaciones rápidas” o “enganchar” la mirada en pancartas del tipo “Se rasura gratis”, presentarse en la tesorería, a toda hora, si no es demasiado tarde“.  Eso no impide a los pasillos de cambiar de dimensiones según los deseos o la “zona de influencia” del narrador, de seguirlo por donde él va...

¿Como los otros? Sí, sin dudas, si uno considera que la vida llevada por los ocupantes de ese edificio fantasma es una deformación sistemática, impulsada a la saturación, al exceso y al absurdo de la que cada uno  de nosotros lleva cotidianamente. Hay en ese edificio cosas de Courteline, de Marcel Aymé, de Kafka, de
Beekett... Eso podría ser desesperante; eso no lo es totalmente, porque es también gracioso; y, como en los descansos de las escaleras, uno encuentra en la abundancia descriptiva de la novela, a veces, “vastas playas de reposo”. Desesperar, reír, meditar: Mario Capasso nos da generosamente todas las posibilidades

Agradezco la traducción de Ana María Linero



martes, 19 de febrero de 2013

comentario de Laura Galarza

"La Ciudad después del humo", de Mario Capasso.

Stephen King utilizaba en sus clases de literatura una consigna disparadora donde le proponía a sus alumnos del secundario escribir sobre algún hecho que ellos consideraran les había cambiado la vida. El cuarto libro de Mario Capasso, La Ciudad después del humo, (Martelli y López editores, 2011) podría haber tenido origen en la siguiente consigna: escribe una novela de 265 páginas en las que sólo aparecen un hombre y un perro en una ciudad devastada. ¿Cómo lo logra Capasso? Por el uso del lenguaje. Que más que un uso, es un sumergirse. En una combinación muy particular de palabras escogidas, con un uso coloquial de rioba tanguero con expresiones que podrían despertar nostalgia en alguna generación, como: “muerto el perro se acabó la rabia”, “pelandrún”, “gil de peluquería”, “el tachito por si llueve”, Capasso nos cuenta una historia devastadora, donde no hay de dónde agarrarse. A la manera del último hombre, un hombre sin nombre, (porque el narrador habla en primera persona o le habla al perro), tarda casi 50 páginas en salir de la cama. Afuera, la ciudad tomada por el humo. Cuerpos apilados pudriéndose, ratas, perros callejeros, basura amontonada. Todo se pudre. Él recorre esas calles y va relatando la transformación, con un ojo al detalle que va sumiendo al lector en una soledad que se siente en el cuerpo. 

A la manera de Ensayo sobre la ceguera de Saramago o La peste, de Camus, el protagonista es testigo del derrumbe. ¿De la ciudad? ¿De la humanidad? “¿Y si la retirada de la cortina de humo viniese a significar, para nosotros y para nuestra descendencia, una segunda oportunidad? Dice el hombre que camina sin rumbo mientras no se ve “ni un pájaro, ni una mariposa”. Por momentos hay un atisbo de luz, pareciera que hay otros: “La soledad más perfecta se apoderó de mí y supongo de cada uno de los habitantes de La Ciudad, incluidos los turistas y sus filmadoras”. Pero más abajo: “El perro continuaba moviéndose entre los difuntos”.

El libro de Capasso no da respiro, hunde el pecho, hace reflexionar, nos saca alguna sonrisa en medio de lo desolador cuando el protagonista sin rostro ni identidad, se ríe de sí mismo, se sus mañas, de sus pensamientos, de manera ácida, socarrona, como de tipo con calle, que ya fue y vino. 

Recuerdo claro, quién no, aquella vez en que nuestra ciudad se llenó de humo. Una vez por la quema de pastizales por Panamericana, ruta 9 si no me falla la memoria. También las cenizas del volcán. Ahora bien, después de leer a Capasso uno sabe que el humo, o aquello que viene de repente a alterar lo cotidiano, aquello que irrumpe cuando todos estamos ocupados mientras la vida pasa, aquello puede volver el reloj a cero. “Porque a veces lo que llamamos destino depende de pavadas así.” 

Mario Capasso, que es de Villa Martelli, viene trabajando duro y parejo. Ha publicado: El futuro es un tropel absurdo, cuentos 1999 y El Edificio, Una novela en escombros, novela 2002 y que ha sido traducida al francés, y Piedras heridas, cuentos 2005. Federico Jeanmaire ha dicho de él: “Capasso se siente muy cómodo en ese lugar tan incómodo que ha elegido para narrar. Cómodo en los márgenes, en los límites de la escritura misma.” Y un poco así el lector se siente al cerrar el libro, fuera del mundo, porque ya no hay mundo. Incómodo, entre plazas con malezas, moscardones, sin saber dónde ponerse. Y después viene la lluvia, las cañerías que desbordan, el granizo. “¿Vos ves lo mismo que yo? Le dice el hombre al perro sobre el final. “No me digas que es el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida y la de todos nosotros, vos incluido, claro.” Vos incluido, lector.

Laura Galarza es psicoanalista y escritora. Colaboradora habitual de Radar Libros, el suplemento literario de Página 12.