sábado, 23 de abril de 2011

"La Ciudad después del humo" en la 37 Feria del Libro








La Ciudad después del humo en la 37 Feria del libro

Palabras antes del humo - Sergio Colautti

Tan inquietante como necesaria en la experiencia literaria argentina de estos años, la novela de Mario Capasso se deja interrogar por su naturaleza: ¿qué es? ¿Una profética humorada? ¿Una ácida mirada sobre el sitio del hombre en la hipermodernidad? ¿Una ironía lacerante que instala al lenguaje como única y provisoria posibilidad de ser en la intemperie? Tal vez las tres cosas y más: el despliegue narrativo se abre a la pluralidad de la recepción pero no deja pasar, en ninguna lectura, el estruendoso patetismo de un relato que objetiva el dolor, que naturaliza la tragedia y nos deja solos, perplejos, ante la desnudez de la indolencia.

El lenguaje, verdadero centro gravitacional del texto, abandona su descripción plana para diseminarse en otros lenguajes: descubre y redescubre paisajes y situaciones, insinúa perfiles no advertidos por la mirada convencional, construye escenarios que el realismo no suele desafiar; se deja atravesar, además, por la experiencia total del idioma: el fraseo del tango, del rock, de la costumbre callejera, de la invención literaria o artística, de la memoria histórica o política, en fin, de la cultura en todos los pliegues posibles. Así, Capasso logra un doble movimiento sorprendente y eficaz: focaliza lo verosímil para hacerlo narración, para contarlo desde su humor incisivo y su irónica indagación del vínculo entre la Ciudad y sus hombres, y a la vez recupera a cada paso las esquirlas, los retazos y los bordes de la memoria cultural. Desde ahí escribe Capasso, que, como ha escrito Federico Jeanmaire, «se siente cómodo en ese lugar tan incómodo, en los márgenes, en los límites de la escritura misma». Un cruce de textos en el que nace su texto: un humo convertido en lenguaje y un lenguaje que, desesperado, convoca a todos los intertextos que le dieron sentido durante siglos y que parecen acabar con ese último hablante.

Una inminencia del silencio late en cada frase del narrador, por eso la desmesura de sus párrafos generosos y la ebullición de subordinadas, que contrastan con el laconismo cerrado de sus frases conclusivas: una respiración que teme dejar de ser, una voz que presiente su afonía…

En un pasaje, el narrador desea ser gorrión y decir la palabra «nido» y «sugerir que estoy queriendo significar otra cosa, o que el nido esconde un secreto cuya revelación es imposible»; esa relación entre las palabras y las cosas viene a decir lo que el espacio literario es en la narrativa capassiana: un humo que deja ver mejor, un espacio extraño y a la vez cotidiano, donde se vislumbra, no sin escamoteos, el latido más real del hombre urbano que sobrevive, como puede, a sí mismo y a sus propios días.

Tal vez el humo sea el borramiento de lo real, el desdibujamiento de todo lo visible, el espejo esperpéntico que nos permite ver diferente para ver más; la escritura no sólo describe la Ciudad después del humo, también la inventa, pero para comprenderla mejor, para indagar sus formas ocultas, sus recovecos, para saber de su invisibilidad. El pasaje que reúne a Sartre y Camus no es casual y opera del mismo modo en que cada registro de la novela decide significar; peste y angustia, en este caso, resemantizados para hablar del humo invasor y sus efectos.

La Ciudad después del humo parece escrita desde un territorio que cobija sin colisiones lo culto y lo popular, un sitio de cruce entre lo universal y lo local: una pesadilla de Kafka escrita en el tono melancólico de Cátulo Castillo.

El final del relato, expandiendo esa pesadilla, esa herida absurda, esconde una de sus zonas más brillantes: un bombero ensaya una explicación del incendio inscripta en el itinerario bíblico; el discurso se inserta con admirable eficacia en la construcción literaria, pero, además, se abre a su sentido existencial, siempre presente en el texto pero, en el aliento último de la escritura, más decisivo para decir la conmovedora desolación del hombre frente al cosmos en llamas, tan indiferente a su destino, ahora que se ha quedado sin Ciudad, sin perro y sin palabras.

domingo, 17 de abril de 2011

La Ciudad después del humo

Durante el auge de esa temporada ahumada, que careció de semejanzas y muchedumbres, caracterizada entre otras curiosidades por una decadencia dispar, sin un acuerdo previo al que aferrarnos, asumiendo la actitud que se nos antojaba en el lugar menos indicado, todos nos doblamos en menor o en mayor medida y tosimos como bestias.

Las toses impusieron su lenguaje, un lenguaje sin límites ni costumbres, con los antecedentes por el piso.

Una tos no significaba lo mismo que otra tos.

La longitud de las expectoraciones quería significarnos algo que apenas imaginábamos o jugábamos a ignorar o poníamos bajo sospecha.

En lo que respecta a la anchura de algunas partes del invasor, se generaron varias quejas, en especial desde el bando receptor.

Todo se oscureció.

Muchas fotos se velaron o fueron apartadas.

Los días y los lugares se enrarecieron de una manera extraña.

Determinadas palabras comenzaron a designar objetos inexistentes.

Y ni hablar de nosotros, los ciudadanos de a pie juntillas, que andábamos de acá para allá perdidos en la noche, como exilados en la neblina. Así, totalmente deshermanados, conformábamos una manga de parias ojerosos sin otro destino que la baldosa siguiente y el siguiente bache, según murmuraban algunos, los que más erraban o los que fallaban al dar los pasos y tardaban en volver a la superficie.

A lo sumo, si las circunstancias se presentaban favorables, íbamos por ahí tragándonos las bocanadas y simulábamos ser simples transeúntes sin preocupaciones y nos mirábamos o creíamos mirarnos sin reconocernos, inmersos en la levedad que la humareda nos producía.

Lo dicho. Vagábamos como parias condimentados con grumos de tamaños diferentes y sin ninguna suspicacia admitíamos, en especial en los pasajes sin salida o en las estaciones de subte en las que apenas se podía respirar y costaba un sofocón el bajarse o el subirse, que de seguir así de ahumados por el transcurso de la vida pública, se nos caería el pelo a montones y a los pocos metros agregábamos que, si queríamos conservar la cabellera con o sin motivo, bien pronto debíamos cambiar de loción para después de la afeitada o de crema depilatoria para antes de la pasadita letal para los pelitos.

Fragmento del Capítulo 1: Algo revuelve el avispero de la novela "La ciudad después del humo" de reciente aparición