jueves, 2 de diciembre de 2010

fines de octubre, más o menos

En esta época ya se empieza a escuchar la frase, cómo se pasó el año, se fue volando.
Entonces imagino que nuestro tiempo es un pájaro que nunca se detiene, que vuela siempre hacia el futuro, a veces más rápido y otras veces más lento. El viento, pienso, es su amor imposible, que por momentos lo impulsa y por momentos lo frena. Imagino también que el pájaro no conoce su destino, y que en cualquier momento se encontrará con una ventana cerrada.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

lunes, 1 de noviembre de 2010

Una cierta magia

                                                  En homenaje a los cien años de mi barrio

Mirá, hagamos una cosa, mientras caminamos y nos vamos acercando, te voy dando algunos detalles, a ver si acertás. ¿Te parece bien?

Si hablamos de colectivos, el 161 atraviesa el barrio de este a oeste y viceversa, de una punta a la otra, por decirlo así. Entre Mitre y Constituyentes, cada vehículo luce a la derecha del conductor un cartelito rojo que exhibe justamente la palabra que vos tenés que decir, si querés ganar este pequeño juego. Además, para seguir en el rubro del transporte público, las líneas 67 y 110 tienen sus respectivas paradas ubicadas adentro, en el corazón de la barriada. Son datos que a lo mejor te pueden ayudar a adivinar.

La calle principal o al menos la que tiene más movimiento comercial, se llama Laprida. Para mí que se llama así por el tipo ése del Congreso de Tucumán, de cuando se declaró la Independencia, y me parece que algo de eso hay también dando vueltas en las esquinas, ¿sabés?, porque por ejemplo existe por ahí metido también un pasaje llamado Paso de la Patria.

Algunas otras calles tienen nombres de países. A lo mejor esto es así para que nosotros, los que vivimos ahí, cada tanto, caminando y silbando quizá un tango o un rock, pensemos en la posibilidad de otros lugares, pero como al parecer somos medio querendones, no nos vamos nada, nos quedamos acá y andá a cantarle a Gardel o sino, para adelantarnos un poco en el tiempo, vamos a brillar, mi amor.

Ah, me parece que medio te desorienté, o quizá te desorientaste sin querer. Desorientar tal vez quiera decir algo así como perder el horizonte. Por suerte no es nuestro caso, digo, el caso de los que vivimos y respiramos el aire de este barrio que vos tenés que decirme cómo se llama.

Claro que hay lugares quizá más lindos y pintorescos, o más bacanes. Eso no te lo voy a discutir, aunque este dato no te ayudará a descubrirlo. No es lo realmente importante, ¿entendés?

A ver, pará un cacho, dejame pensar cómo te explico lo esencial.

Escuchame con atención.

Hay una especie de misterio que roza las paredes y rebota en las ochavas e impregna la atmósfera para darle su toque diferente. Che, pará, no pongas esa cara, no es para asustarse, al contrario. Cuando digo misterio, quiero decir que aunque no lo veamos ronda en las calles del barrio un espíritu que nos trasciende, una manera de ser que se evidencia hasta en los gestos y en las palabras y en los silencios. Hay una cierta magia que flota en el ambiente, cruza las bocacalles y se mete en los interiores y una parte creo que se posa también en las azoteas. Uh, por tu cara me parece advertir que estás pensando que te compliqué la adivinanza, pero ya vas a ver que no, no es para nada difícil, es más bien sencillo. Solamente hace falta andar un rato por ahí y dejarse encantar. Luego podés suspirar y pararte, por ejemplo, en Perú y Adolfo Alsina. En alguna de las veredas, claro, que si no. Después de un rato, que no tiene por qué ser demasiado largo, elegís la cercanía de un umbral o de la sombra de un árbol. Ahí podés hacer la prueba de cerrar los ojos y dejarte recorrer por los fantasmas del pasado, que enseguida o más o menos enseguida vendrán y comenzarán a saludarte con el afecto de siempre. Y a alguno de estos amigos tal vez se le dé por comentarte acerca de los cien años de historia barrial, y cien años de esta mística de la amistad no es joda, cualquiera que haya nacido acá o haya adoptado el barrio en algún momento, te lo puede decir.

Mirá, mejor hagamos lo siguiente, si estás de acuerdo. Vos vení conmigo, ya vas a ver lo que es sentirse bien, saberse uno más y a la vez dueño de un tesoro incalculable. Estamos cerca.

A esa plaza que ahora estás mirando, lo traía a mi pibe a jugar y cada vez que paso me acuerdo. Él ya es grande y también se acuerda y así funciona el asunto. Una especie de murmullo en los pliegues de la memoria.

¿Ves ahí enfrente ese monolito que hace referencia a la marcha por la Reconquista? Eso quiere decir que ya casi llegamos. Cuando el semáforo nos habilite, cruzamos la avenida y listo.

Vení, entrá nomás, al final el nombre no importa demasiado. Lo que en verdad vale es la gente y sus sueños. ¿No te parece?

Ahora pongo la pava en el fuego y tomamos unos mates en el patio.

Estás en tu casa.

Texto publicado en el libro VILLA MARTELLI…una gran historia, Ediciones AQL

sábado, 9 de octubre de 2010

Barrios

De un tiempo a esta parte, muchas personas se han ido a vivir a unos barrios transformados en fortalezas o gallineros, según. Sucede que, para ingresar en el que les corresponde, los habitantes deben identificarse hasta por los poros y contar con al menos tres testigos. No vale el testimonio de la familia o de los guardianes, eso desde ya. Así que volver a su casa, para esta clase de personas, ha dejado de ser una rutina y se ha convertido, cuando se concreta, en una gran alegría, como cuando uno regresa del exilio, por ejemplo, o de pasar una temporada en una playa con mal tiempo o en una prisión de máxima seguridad, más o menos como ésa a la que quieren ingresar sus propios dueños, una celda dentro de todo bastante cómoda, llena de artefactos muy modernos, con la única contra de estar ubicada dentro del barrio.

martes, 28 de septiembre de 2010

un sol al sur

porque hay un sur que no se consigue así nomás, a la vuelta de la esquina, como quien dice, hay que amasarlo mucho y ganárselo poco, ¿sabés?, pero ni siquiera es para uno, en esto no te confundas, hay que darle una mano porque está hecho del barro de los lugares que amamos, es el sur real del barro verdadero, en el que chapoteamos desde el primer rebote de la pelota de goma o el vestidito de la muñeca de plástico, sin otra fortuna ni falta que hace, y la salida es una cloaca, ¿sabés?, y en cambio existe un sol para el que quedarse, pero el sol del que te hablo no vino a brillar, más bien se nos viene encima, cada día, en todas las horas, y es bueno, muy bueno tener un papel y un lápiz y saber dibujarlo, así, como vos me estabas diciendo recién, antes que yo te interrumpiera por esta especie de falla del corazón que me saltó de golpe, y como me lo vas a decir ahora, mientras escuchamos la música, amor,

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mario Capasso lee en "La subasta"

Mario Capasso anticipa un fragmento de su próxima novela a publicar en "La Subasta" Café Literario coordinado por Norma Padra el 18-09-10

viernes, 17 de septiembre de 2010

Piedritas

Creo que a veces una piedra, una piedrita cualquiera, puede encerrar un secreto terrible, cuya revelación se producirá tan sólo en caso de patearla sin darnos cuenta y si uno sigue caminando como si nada hubiera pasado. Por eso ando así por las calles, sin mirar para abajo, con la sensación de haber perdido, quizás en la esquina recién cruzada, la última oportunidad de descubrir y conocer la verdad que me estaba destinada y que quedó atrapada allí, en el interior de una piedrita cualquiera.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

"Piedras heridas" (contratapa) Sergio Gustavo Colautti

El universo capassiano: un sitio en el que conviven algunos personajes comunes con otros desmesurados, algunos invisibles con otros imperceptibles en la ciudad laberíntica. Un territorio en el que transcurren las vicisitudes del absurdo pero ocultas en el simulacro de la costumbre, el tedio y la resignación. Un aspecto, sin embargo distingue este universo y lo instala en una tradición (Arlt, Cortázar, Moyano, Aira, Hernández...): la tristeza metafísica de sus personajes, la aspiración -o desesperación- por una realidad distinta e inalcanzable, incomprensible además, que todos y cada uno de sus hombres arrastran con muecas de dolor, de espanto y, a veces, con el atajo de la risa o la ironía, que deconstruyen "los edificios" que parecían tan inquebrantables hasta convertirlos en una escritura de los escombros.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Fotocopia

Cuando a Vicente ya le dolían las dos piernas, escuchó la voz del hombre apostado del otro lado de la ventanilla. La pregunta lo sorprendió y apesadumbrado contestó que no, que no tenía una fotocopia, que cuando él preguntó no le habían dicho nada al respecto, que entonces dónde se podía sacar una. Y luego, que por favor lo esperara, que volvería pronto, que hágame la gauchada de no cerrar, que la cola había sido larga, muy larga, ¿sabe?.
Vicente salió del edificio y dobló hacia la derecha, así le habían indicado, saliendo a la derecha, ahí nomás. Sí, tal como le había dicho el hombre, allí estaban ubicados los dos locales tan iguales que anunciaban el mismo servicio. Eligió uno y entró. No había clientes a la vista, tan sólo los dos empleados detrás del mostrador. Los miró y llegó rapidamente a la conclusión: sin dudas acá trabajan bien. Los empleados no se movieron durante un buen rato, parecían estudiarlo, medirlo, pesarlo.
- Por favor, quédese quieto un momento. Sí, así está bien - dijo finalmente uno.
Hubo una luz entonces, y un ruido.
- Listo, ya pueden irse -dijo el otro, observándolos con satisfacción.

martes, 17 de agosto de 2010

Mario Capasso "el escritor del silencio" Alejandro Manrique

Leer la literatura de Mario Capasso es fácil, hablar de ella con alguna pretensión abarcativa ya no es tan simple, y es que el hombre se las trae. Como hipótesis tentativa de trabajo trataremos de abordar la obra desde 3 diferentes niveles de profundidad: Superficie - Elementos formales - Lenguaje, (y que el diablo se apiade de nosotros).
Al mirar los libros de Capasso desde los aspectos más externos, encontramos una forma narrativa lineal de acceso amigable hasta para el lector más novel. La lectura se ve facilitada además por una dosificación generosa de humor, la ausencia de artilugios forzados (fracturas temporales, formatos circulares, alusiones a teorías o autores crípticos) y en general, su llaneza impresiona por lo despojado y ameno. En pocas palabras, Capasso no cae en el vicio de escribir "para escritores" sino más bien podríamos decir que su obra es "apta para todo público".
Ahora bien, cuando rasgamos la superficie para ingresar apenas en la estructura formal bajo la piel de letra llana, a poco andar comienza a evidenciarse una arquitectura rica y compleja.
Resulta particularmente destacable la "economía de guerra" con que Capasso administra el discurso, la mesura sin amarretismo, el balance entre lo dado y contado.
Tanto "El edificio" como "Piedras heridas" revelan una prolija construcción "piedra sobre piedra" conformando mecanismos narrativos en los que -como lectores- no sentimos que nada falte para hacernos una composición tempo-espacial completa, pero a su vez, el autor no se deja seducir por la tentación de grandes parrafadas ni extensas (y pesadas) descripciones. Sólo el mínimo indispensable para dotar de sentido a la narración confiriéndole liviandad, como un largo camino que recorreremos entretenidos y sin fatiga.
Si ponemos atención, se torna visiblemente operativo el sembradío de contribuyentes de clima que nos sumergen -tan imperceptible como inevitablemente- en el universo del texto.
Sin violencia, como llevados de la mano sin apuro, nos vemos inducidos a vivir "su" lluvia, su frío, sus percusiones sonoras, sus días de luz o sombra como si fueran nuestros, con la constancia y la serenidad de la gota de agua que horada la piedra. Hay allí un clima que nos pulsa, nos compele a involucrarnos aportando -con o sin nuestro consentimiento- nuestro cuerpo como interfase física del texto.
Con sólo estos dos pilares anteriores bastaría para instar la función participativa del lector, sin embargo Capasso agrega una intencionalidad visible en la suscitación de que "hay algo allí" que está escapándosenos, y ese es el punto en que la sospecha nos empuja a completar el cuadro con datos de nuestra experiencia personal, y asociar inevitablemente con metaforizaciones de la historia nacional, social, religiosa, etc. Punto sin retorno para el lector, ya estamos dentro de la obra coparticipando en la tarea autoral.
Podríamos llenar varias páginas dando cuenta de cada uno de los elementos formales utilizados en general con eficacia y cuidado, pero intentemos un abordaje apenas más profundo yéndonos a la "materia prima" pura: el idioma.
Particularmente en "El edificio" Capasso muestra genio trabajando lo indecible desde el silencio.
La 1ª frase de la novela dice textualmente: "El edificio en el que me ocupan en algo, consta al parecer de cinco pisos los lunes" inaugurando un modus operandi que ya no abandonará la obra hasta su mismo fin.
El truco consiste en que la frase está completa, formalmente íntegra, es directa y porta sentido suficiente para ser fácilmente inteligible, pero no es necesaria ninguna sesuda elucubración para percibir nítidamente que "dice" mucho más de lo que dice. Veamos.
Una lectura superficial de la oración nos informa que el personaje es ocupado por alguien/es, en algo, en un edificio que -al parecer- tiene 5 pisos los lunes, y eso es todo.
Allí termina el cúmulo de datos, sin embargo una vez leída resulta inevitable comenzar a preguntarse por esos "alguien/es", ese "algo" en que lo ocupan, cuántos pisos tendrá los días que no son lunes, y cuál será la razón para este fenómeno. En otras palabras, sin darnos cuenta hemos leído lo ilegible: el silencio.
Muy pocas palabras alcanzan para introducirnos en un arduo trabajo idiomático que se verá sostenido de cabo a rabo de la obra.
Allí es donde se evidencia el manejo del genio capassiano, en ese profundo trabajo sobre el lenguaje volviéndolo contra sí mismo, explotando sus deficiencias como recurso, apuntando allí donde el idioma no tiene respuestas para obligar al lector a buscarlas por sí mismo al mejor estilo de la propuesta de Eco en "Opera aperta".
Naturalmente no acaban aquí las observaciones destacables que podrían hacerse sobre estas obras, pero no se trata de demostrar cuánto sabemos sino apenas de puntuar algunos recursos que impresionan por su fluidez y funcionalidad en el conjunto. Lo demás queda a cargo del lector que -estoy seguro- lejos de verse defraudado en sus expectativas encontrará mucho más de lo que podamos señalarle en esta breve aproximación. Habida cuenta además de que la crítica es, fue, y será una actividad parásita encabalgada sobre el lomo de la obra, al fin lo único que cuenta.
Como opinión de lector: El Edificio es -junto a "Misión en el Estuario", de Pablo Vecino- una de las dos novelas argentinas más logradas de la última década.

http://www.autoresdeargentina.com/contenidos/criticascapasso2.aspx






sábado, 14 de agosto de 2010

De quince

Había conducido el auto durante un largo tiempo, el gran ruido había quedado atrás y ahora sentía sed, más que antes, mucha más. Por eso, por la insoportable sed que me angustiaba, cuando vi la puerta abierta, entré. Por eso.
Casi sin transición aparecí en un salón iluminado por velas, veinte o treinta, tal vez más. También mesas con manteles blancos y sillas alrededor, y cubiertos dispuestos con elegancia, y copas de formas diversas, muchas copas, y flores en las mesas. Hice este inventario con angustia, ni una botella a la vista, y de pronto observé a la pareja. ¿Dónde habían estado durante esos dos o tres minutos? ¿Dos o tres minutos? ¿Quién me lo aseguraba? El hombre y la mujer conversaban de pie, detrás de la que parecía ser la mesa principal. Yo me había detenido a unos pasos de la entrada y allí permanecí. Después de un tiempo que no podría precisar, parecieron percibir mi presencia e hicieron silencio. Entonces ambos me miraron, pero fue el hombre quien hizo una seña o lo que yo interpreté como una seña, una especie de permiso o invitación a sentarme. Había tantas sillas y yo estaba tan solo allí, y sin embargo me llevó un buen rato la elección del lugar. Miré hacia la pareja en busca de ayuda pero ya ninguno de los dos reparaba en mí, charlaban, los dos hablaban al mismo tiempo. Supuse que cualquier sitio les daría igual. Y a mí también. Ni una botella, murmuré. Me senté a una distancia de ellos que me pareció apropiada, ni muy cerca ni muy lejos, pensé que así estaría bien, no quería molestar, ya vería luego, cuando llegara la gente. Eso. ¿Y la gente? La puerta seguía abierta y no había entrado nadie. Sólo yo. Nadie. 
Algo incómodo, cada vez más inquieto y sediento, intenté distraerme contemplando el salón. No era tan grande como me había parecido al principio. Había algunos cuadros en las paredes, no parecían pertenecer a un único artista, eran de los más variados estilos y me llevaron a pensar en un museo, inclusive el olor del lugar remitía a museo, a cualquier museo, olor a pasado, a tiempo transcurrido. Las cortinas eran blancas, parecían envolverlo todo y dejaban adivinar una ventana detrás de la pareja, a la que le calculé alrededor de cuarenta años, poco menos tal vez. Había también un reloj allí, tan grande como antiguo, quise fijarme en la hora pero se había detenido, el péndulo permanecía inmóvil. Como yo.
Quizás había llegado demasiado temprano, imposible saberlo, y sin embargo no sé por qué supuse que los otros invitados se demoraban demasiado, que ya bien podrían haber llegado, pero no lo habían hecho y yo desesperaba de sed, sentía la garganta caliente, muy caliente y ávida, y recordaba haber tomado mucho, en verdad demasiado. Antes.
De pronto entraron al lugar cuatro muchachos.
En fila, con gesto altivo y a la vez indiferente. Ninguno saludó. Ni a mí ni a los anfitriones, que no parecieron darse por enterados. De todas formas, sentí recobrar algo de mi optimismo. Al fin, pensé, la fiesta daría comienzo de un momento a otro, bien pronto dejaríamos de esperar. Enseguida los cuatro se dirigieron al escenario, que yo no había advertido. El más alto se colocó a la batería, de inmediato comenzó a golpearla con furor mientras los otros comenzaban a afinar los demás instrumentos. El grupo quedó enfrentado a la pareja, y yo atrapado entre ambos. En medio del estrépito ya declaradamente desatado, la pareja pareció animarse, debían gritar para entenderse aunque no daban muestras de que esa circunstancia les importara, muy por el contrario, cuando uno hablaba el otro reía a carcajadas, se iban alternando en esto, daban una imagen de gran felicidad, de desencajada felicidad, diría.
Ese estado de cosas duró bastante, aunque no sé cuanto tiempo. Mi sed continuaba. Ya no sabía qué actitud adoptar, había tosido y estornudado, me había parado un par de veces o más, y había caminado, dado vueltas por el salón, y también aplaudí y grité. Creo que hasta hubiera bailado un poco, sí, hubiera bailado solo, pero ni una gota vino en mi ayuda. En algún momento pensé en irme, alejarme de allí, encontrar en alguna otra parte algo para beber, la tanta sed resultaba ya imposible de soportar, pero no quise ser descortés y di unos pasos hacia la pareja, quería al menos despedirme y agradecerles la hospitalidad, después de todo habían aceptado a un desconocido en su fiesta. En ese momento los de la banda dejaron de aporrear los instrumentos, la pareja cesó de hablar, se dieron vuelta y giraron la cabeza hacia la ventana. El silencio duró pocos segundos, y entonces se oyó la explosión, el gran ruido, otra vez el gran ruido, afuera. La actitud de los que antes hablaban y reían pasó entonces a la desolación más absoluta. El hombre y la mujer se abrazaron y quedaron en silencio, y enseguida comenzaron a sollozar. Unos minutos después, los de la banda recomenzaron con la tarea de afinar los instrumentos. La banda y la pareja parecían pertenecer a mundos diferentes. Y yo y mi sed, a otro bien distinto. Mi intención de marcharme flaqueó, sentí que mis fuerzas desfallecían, con esfuerzo volví a la silla, la misma silla de antes, creo. Miré la puerta abierta. Y los invitados que no llegaban. No llegaban.
No llegaban.
Todo siguió igual durante un tiempo que no logro precisar, todo igual hasta que vi entrar a una mujer. Así. De pronto apareció y se detuvo a los pocos pasos y observó durante unos minutos la escena. Minutos equiparables a una eternidad, así los viví, o así los recuerdo ahora, ahora que escribo. Al fin me puse de pie, había creído percibir un gesto en la cara de ella. La recién llegada se acercó a mí, me extendió su mano, iba a estrechársela y se la besé, sonrió y dijo que por favor me sentara. Tome asiento, por favor, así dijo. Se arregló un poco el pelo y también el vestido y siguió. Gracias por venir, dijo. No tiene nada que agradecer, contesté, nada, para mí es un honor y un placer, dije. Miró por unos instantes a alguna otra parte y de repente pareció acordarse de algo, de mí tal vez, puede ser, porque, cómo lo está pasando, preguntó, y yo le tuve que decir que bien, gracias, solamente que me estoy muriendo de sed, no, esto último no se lo dije, hubiera debido, pero no, bien, gracias, eso nada más le dije. Entonces fue que mencionó algo así como que los disculpara, pues mis padres no tienen la culpa de lo que pasó. Yo no entendí lo que quiso decir, y se lo hice saber, no entiendo lo que me quiere decir, le dije. Entonces habló del accidente, ¿usted no sabe lo que pasó?, mis padres, esos dos que usted ve allí, detrás de la mesa principal, habían alquilado este salón, pero en el lapso que medió entre la contratación del lugar y la fiesta, hubo un viaje, y en el viaje un accidente con el auto, no, mi padre no manejaba, un chofer manejaba, yo no llegué a conocerlo. Soy la única hija, iba a cumplir los quince y ellos estaban tan ilusionados, ¿comprende usted? Claro. Yo dije claro y no sé por qué lo dije y no sé si ella escuchó. Luego acotó que en ese tiempo dijeron que el chofer había bebido mucho, algo así informaron la policía y los diarios, ya no importa, ¿no es cierto que ya no importa? Cierto. Cada vez viene menos gente, hoy hasta ahora vino solamente usted y creo que ya no vendrá nadie más, ¿a usted qué le parece?, quizás por fin la de hoy sea en verdad la última fiesta de mis quince años, y me alegro por ellos, que podrán al fin descansar, lo lamento, eso sí, por los chicos de la banda, ellos quieren triunfar con la música y vienen una vez por año y, ya los ve usted, lo pasan tan bien aquí, ¿no es cierto que se los nota felices?
Es verdad, mentí, se los ve tan felices.
Ella entonces cerró los ojos y se estuvo un rato así, quizás recordando cosas de su vida hasta que se levantó de golpe, me va a tener que disculpar, me voy a cambiar, para bailar el vals, ¿comprende usted?
Claro, el vals.
Dijo entonces que la esperara, que iba a volver, que era una promesa.
Ella lo prometió.
No sé cuanto tiempo esperé. Por momentos sentía que alguien pasaba a mi lado y me rozaba, no sé, ideas mías.
Recién dejé de escribir y los observé.
Los padres de la mujer, que todavía no ha vuelto, parecen cada vez más tristes, ya no hablan. Ellos no hablan y los músicos se fueron y ya nadie ocupa el escenario.
Las velas titilan, parecen no consumirse, permanecen inalterables con sus llamas que alumbran de mala manera el lugar.
Y la sed.
Mi sed sigue, implacable, y la incertidumbre que me embarga le sigue los pasos. Resulta evidente que hay puntos oscuros en el relato de la mujer, pienso, datos que no cierran, situaciones increíbles, cosas muy extrañas, por cierto. Preguntas. Tantas.
Preguntas.
Si soy el único que ha concurrido a la fiesta, por qué no me sirven algo, algo para tomar, por favor, cualquier cosa líquida y con mucho alcohol, ya a esta altura de la noche necesito mucho alcohol. ¿La noche?
Y además, por qué la mujer me había rogado esperarla y ahora no regresaba a cumplir con su promesa.
Y la pregunta más importante, la única que tal vez vale la pena, por qué sigo yo acá.
Si los de la banda se han ido.
Y luego el tiempo ha pasado.
El reloj.
Las velas y las flores.
El hombre y la mujer, atrás.
Los miro.
Y ellos a veces me miran.
Ya no hablan ni ríen ni hacen nada.
Nada.
Están ahí.
Y aquí adelante estoy yo.
Rodeado de cortinas blancas.
Inmerso en el silencio y la sed.
La sed.
Escribiendo estas cosas.
Esperando

El Edificio - Capítulo: Escaleras



Las escaleras del edificio tienen baranda. Por cierto y comprobado y la gran flauta dulce que tienen baranda, y no sólo a los costados que sería lo de menos, las sobrevuela un tufo que envidiaría el basural más presumido.
Durante el mes de Julio no hay mayores problemas, las instrucciones recibidas nos facilitan tanto el ascenso como el descenso. Pero antes y después, transitar las escaleras de por aquí adentro es una operación compleja, algo así como la tabla del siete, digamos, o como la tabla del surf. Es que los peldaños hacen de las suyas, son como duendes traviesos, como hadas que han perdido la cabellera rubia con trenzas, la varita y el recato, se escabullen bajo las suelas de nuestros zapatitos de raso, saltan, se menean, columpian, se burlan de nos, varían de tamaño los muy inestables y juguetones, se disfrazan de pequeños peldaños para sorprendernos a cada intento de paso bien dado. Tirarse por la baranda es una opción para evitarlos, si es que uno está lo suficientemente apurado o tan enyesado que no puede caminar como la gente, como la gente que camina. Pero nadie aquí, que yo sepa, se tira por las barandas a menos que crea que el SUPER lo persigue, o que se viene la inundación, o que hay una orden dando vueltas, o que vienen los malos. Una vez, quisiera acordarme ahora de quién fue la iniciativa pero no encuentro el palo de matar, intentamos fumigarlas, y lo logramos, sí, claro, fue bastante fácil y logramos fumigarlas, pero la actitud de las escaleras, indiferentes a nuestros deseos y a las fumigaciones, no varió salvo en el hecho de que el olor en ellas se intensificó, en ellas y en nosotros y en nuestras ropas y en nuestros besos, con lo cual concluimos en que las escaleras de por aquí son rencorosas, vengativas, unas guachas.
En el edificio hay escaleras para bajar y escaleras para subir. Lo difícil tirando a improbable casi imposible, es reconocerlas a primera vista, pues a primera vista parecen muy iguales las muy parecidas, y el olor es la misma podredumbre en ambos sentidos. Pero algo las delata, sutiles diferencias alcahuetas, detalles al menudeo que sólo con el tiempo de recorrerlas a regañadientes se logran advertir sin que el esfuerzo nos haga doler los ojos ni rechinar los dientes. Es que por ellas se sube y se baja sin saber con claridad si cuando se sube se sube y cuando se baja se baja. Lo recuerdo y me resiento, ay, sí, recuerdo una vez haber subido y subido siempre para arriba, vamos, vamos, un pie y luego el otro y luego un pie, a no aflojar que vienen degollando, pata y pata, vamos que usted puede, no sea maricón, carajo, dele que te dele como un alpinista en pleno auge ascendente, como un globo rojo que se ha escapado de las garras de su niño, en franco ascenso, escalón por escalón con el viento a favor, dosificando la respiración piso sobre piso, y ahora el otro pie, pibe, el otro te digo, sin detenerme en ningún descanso para no desorientarme, rogando no verme atrapado en un embotellamiento y yo sin documentos, y así subí y subí, qué manera de subir, enfrascado como una mermelada en mi objetivo superior, suda que te suda, gotas gordas y gotas flacas, gotas agotadas, entusiasmado como un beduino novato en busca de su oasis prometido, y todo este esfuerzo puesto en ascender para arribar no arriba, otra que arriba, no, para nada, muy por el contrario, al final del ascenso llegué fatalmente y sin mayores tropiezos al subsuelo de abajo, al sótano inferior en el que, para colmo de la desdicha ajena, entré a los tumbos y sin darme cuenta para allí sí, una vez acostumbrado a la penumbra, tratando de agarrarme a una sombra, tropecé contra un desenvuelto jabón, caí profusamente, hice un batifondo bárbaro e interrumpí una sencilla y laboriosa y emotiva fiesta privada en pareja. El chabón, sin abrocharse en lo más mínimo, me gritó que por qué mierda no me fijaba adónde carajo subía, y por qué no te rajás ya mismo, ya mismo, entendés, o querés que te rompa el culo a vos también, eh, eso querés, y mientras el tipo gritaba y se sostenía el grito con la mano, a cada instante menos duro, la mujer también gritaba, presumiblemente a él pero yo qué sabía, dale boludo no le des bola dale vos seguí seguí te digo no parés justo ahora que la tengo en la puerta y si parás se me muere y me muero. Más o menos así vociferaba ella, a voz en cuello, a vos qué carajo te importan nuestras desavenencias, me dijo luego, con lo cual no supe a qué postura atenerme. De repente, el silencio es dorado. Se produjo un momento de meditación que aproveché para seguir sudando con un ímpetu bárbaro y un chivo que para qué te cuento. Por eso o no sé por qué quedamos los tres frente a frente, como en éxtasis, en una especie de letargo místico, o ella estaba de espaldas y me miraba, o yo creí que me miraba hasta que el insoportable arruinó la escena y me increpó, qué mirás vos, acaso nunca viste. La tensión del momento comenzó a crecer, un metro, dos metros. La situación se tornó pesada, un kilo, dos kilos, hasta ser prácticamente insostenible, y ahí la largamos prácticamente los tres de golpe. El ruido de la situación al caer atrajo la atención de algunos viajeros que deambulaban por las escaleras, y luego los atrajo a ellos también y comenzaron a llegar munidos de sus respectivos cuerpos. La fiesta no duró hasta muy tarde, unos pocos días duró, según pude averiguar después, una vez superada la etapa de la convalecencia. La festichola se alargó varias veces hasta que el último rezagado dijo, bueno, vamos, terminemos todos juntos, a la voz de aura. Y entonces a la voz de aura dimos las hurras y nos dimos los nombres, y nos preguntamos, che, decime, vos de qué signo sos, siempre subís a este sótano.
No hay vueltas en el asunto, está comprobado, transitar con algún tipo de éxito las escaleras es casi una cuestión de fe, por eso hay que hacer una promesa, confesar que no la vamos a cumplir, opinar públicamente que los milagros ocurren, tirar las muletas al incinerador, prender una vela y creer que si pretendemos subir conviene agitarse antes de usar, transpirar la camiseta y resoplar, sin que la vela se apague, por supuesto. Y si queremos bajar es menester agarrarse de donde se pueda para no caer y golpearse malamente, pero en estos casos es aconsejable dejar la vela en el piso, si es en un rincón, mejor.
Felizmente, en las escaleras hay descansos, grandes, extendidos, prolongados descansos, qué sería de los moradores del edificio si no existieran. En ellos se cruzan a veces los que pretenden no bajar demasiado bajo contra los que se matan por subir bien arriba, y entonces se produce el recurrente embotellamiento. La duda que se presenta en estas ocasiones, una de las dudas, es la que consiste en determinar cuál de los dos grupos se encuentra en la escalera que le corresponde, si se va bien encaminado o si se está siendo víctima de alguna ilusión óptica del destino. En consecuencia, sin intermediarios se arma la discusión, y en la discusión se pierden cosas, la billetera, el reloj, alguna que otra medallita de la suerte, el paquete de pastillas sin empezar, el tiempo, y también se pierde el sentido de ubicación, y así resulta que con mucha fortuna o con violentos espasmos, a los dos o tres días de disputa, alguna mujer de vida airada se anima por fin a vencer su propia vergüenza y grita bien fuerte, casi con un desgarro de la garganta, con voz profunda.
–Che, che, paren un poco la mano, manga de onanistas a la deriva. Que alguien confiese si sabe o intuye o supone en qué descanso de qué escalera de qué piso nos estamos disputando la supremacía.
Con un intento no alcanza para acallar el bullicio acompañado de desmanes, pero por el quinto o sexto ya estamos capacitados y reparamos en la que hace como diez minutos que está gritando, y ahí nomás observamos lo fuerte que está la señorita que para colmo ha gritado con la boca abierta y sigue así, y entonces a los hombres se nos para la dialéctica. Enseguida, todos, sin distinción de si uñas pintadas sí o uñas pintadas no, paramos de discutir y nos paramos, si es que estábamos sentados. Casi siempre la sinceridad o la sorpresa o la poca voluntad o todo junto u otra cosa que vaya uno a saber, nos hace contestar que no, que con todo ese quilombo que se armó entre los que querían subir y los que se iban cada vez más abajo, se perdió un tiempo preciso y precioso y no sabemos dónde precisamente nos encontramos desubicados en ese preciso momento. Entonces nos miramos y no nos reconocemos, como desorientados, viste, qué sé yo, confundidos en medio de la confusión. Ante este cuadro de situación nadie se atreve a poner un marco y se hace impostergable la erección, digo la elección de alguien que guíe nuestros pasos atascados. Y si los que tienen la sartén por el mango nos dan el O.K., comienzan las campañas electorales para elegir lo que vendrá. Es que resulta obligatorio, va a tronar el escarmiento, señores, basta de demoras inconsultas, basta de consultas demoradas, el futuro es nuestro por prepotencia de patotas, alguno debe hacerse cargo de la siempre lastimosa penosa onerosa situación heredada y prometernos alcanzar un destino de grandeza. Hay que resolver, eso sí, sin más tardanza, che, mirá la hora que es, dónde diablos nos estamos alborotando y hacia dónde cuernos nos dirigíamos cuando nos encontramos varados en este descanso de alguna escalera perdida en el edificio, con el gravoso agravante de que hemos olvidado el propósito original de nuestro paseo y nos observamos de reojo y nos escuchamos de reoreja totalmente despistados, hasta que al fin, luego de violentas discusiones internas,  al menos dos de los más discutidos, ya decididos, aprovechan la indecisión de los indecisos y deciden juntar algunas firmas con la excusa de que todo tiempo pasado fue peor y fundar ahí nomás, en medio de la hecatombe entre peldaños, con la desesperanza paseándose de lo más donosa, su propio partido político de paso por las escaleras. Y a continuación o a las dos de la tarde se elaboran plataformas de lanzamiento, y se construyen tarimas, y se pintan las paredes, y se revolean panfletos, y se hornean empanadas, y se fabrican pancartas, y se escriben cartas prometiendo pan, y se reparten migajas. Los candidatos no se agachan y exponen sus ideas con encendidas arengas, no sin antes asegurarse de que las mangueras estén al alcance de la mano, por si las chispas.
Van a hablar los candidatos, ustedes se callan, nos dice el maestro de ceremonias, tan ceremonioso él. Tan amaestrado.

Discurso típico de los que quieren subir.

Hola. Hola. Suban los agudos. Listos. Ya.
La razón y el sano juicio nos indican que debemos subir, girar por las buenas o por la fuerza hacia la derecha y subir, siempre subir. No todos por supuesto, un momentito, ustedes todavía no, sólo los más aptos y bien nacidos suben primero, y luego mandan llamar a los otros, a la inmensa mayoría que debe permanecer a la espera del futuro promisorio para los hijos de los nietos. No es prudente ni tenemos permiso para un ascenso generalizado por los pisos del edificio, el peso de una turba semejante haría temblar los cimientos del mismo, se produciría entonces una desconfianza más que justificada de los benefactores de afuera, ellos dudarían de la solidez del establecimiento y así los primeros perjudicados serían los de las posiciones inferiores, o sea ustedes. Una vez que los pocos elegidos hayamos subido y convencido a nuestros protectores de afuera que la multitud aguarda tranquila y confiada, ellos nos darán el permiso para que los que esperan puedan ajustarse a sus sillas y así seguir esperando sin sobresaltos ni saltos al vacío, cómodamente instalados y amarrados con el cinturón de seguridad y con la escafandra bien colocada. Tomemos el ejemplo del SUPER, Él está arriba, bien arriba, tan arriba que nunca lo vemos, tal vez esté tan arriba como abajo, es cierto, eso no lo sabemos con certeza ni sin certeza, pero supongamos lo más probable, ha subido y nos aguarda en el trono junto a su familia, en su propiedad, esa es la tradición. Si me eligen, cosa que descarto por el bien de ustedes, treparé por Él para contarle de vuestras vidas abnegadas y serviles y para pedirle que nos tire una soga que no apriete demasiado, que nos deje un resquicio para respirar. Entonces, gente decente y pacífica y conservadora, a la derecha y pum para arriba.

Discurso típico de los que proponen bajar.

Hola. Hola. Bajen los agudos. Listos. Ya.
Yo les propongo bajar, poner el corazón al sur y bajar, pero no en atropellada carrera, sino todos juntos tomaditos de la mano izquierda, como nenes de jardín y hasta un punto en que luego, poco a poco, sin apretujamientos estériles, el ascenso se presente como posibilidad cierta y pareja para todos. Nuestros enemigos, arribistas declarados, nos hablan con letra chica, pretenden meternos el perro entre las patas, subir ellos en soledad para convencer a los benefactores de afuera. Pero por favor, no me hagan cosquillas que se me abre la herida. Nada más equivocado. El pueblo unido jamás será convencido. Reconocemos que le debemos mucho a los benefactores, tanto les debemos que no podemos pagarles sin que ellos nos presten más y más atención, de forma que es como tratar de erotizar a un jabalí con una pulga, qué digo un jabalí, una cadena de jabalíes sin domesticar, como colocarnos una cadena alrededor del estómago y que nos anude hasta los intestinos. Por eso yo les propongo bajar, descender, profundizar, erosionar las escaleras y, una vez agrupados abajo, acampar junto al lago, hacer una fogata y guitarrear. Y después, todos en ronda negociar con la fuerza que nos dará la unión conseguida. O no negociar en absoluto, y andá que te garpe Lola, si es que los habitantes de esta parte de las escaleras deciden eso. Camaradas, nada de camas, a la izquierda está la luz de un mañana sin ayer, de un futuro con igualdad para todos. O algo por el estilo. El único camino posible es el que baja para subir y que no deja a nadie a un costado y que ya se viene, no hay forma de que alguien lo detenga. O eso.

Durante la campaña se siembra como en la campiña, los candidatos germinan como yuyos y no se cansan de sonreír y repartir abrazos y chanchullos a diestra y siniestra. Linda sin grupo es la parte de los vinos, al menos es la que yo más disfruto, sin distinción de razas, o disfrutaba, porque, hic, una vez, hic hic, pero para mí que estaba pasado, el vino, digo ¿yo? Hic. No sé, puede ser, muy bien no me acuerdo, tenía un pedo que. Y después nace el tiempo de la votación, llega y trae una urna bajo el brazo, los pechos se nos hinchan de satisfacción y con el sufragio resucita la esperanza, los muertos resultan que son unos vivos, abandonan un ratito la comodidad de sus moradas y llegan en tropel para participar cuatro o cinco veces de las elecciones, que a veces se complican porque faltan boletas en el cuarto oscuro o porque los fiscales se meten a olisquear en el cuarto oscuro o porque se carece de cuarto oscuro. Luego del escrutinio, en el que el padrón femenino se lleva la mejor parte, pues las mujeres aducen problemas hormonales que les impiden contar, cada uno de los participantes debería festejar o ponerse triste o abstenerse o no sabe, no contesta, aunque lo más probable es que con toda la emoción de los discursos y las elecciones, en medio del desbole del recuento de votos, el transeúnte común y corriente se haya corrido de su posición original y olvidado hacia dónde se dirigía al comenzar el debate, y por eso ya no sabe si festejar y bajar los brazos o ponerse acongojado y alzarlos. En todo caso, el final de la pulseada es siempre el mismo, al candidato que ha cantado victoria, ahora convertido en depositario de las renovadas ilusiones, no le tiembla el pulso y nos pide que hagamos el redoblado esfuerzo por última vez, que ahora es en serio, che, que no, que la otra vez hubo problemas porque no sé y el futuro se malogró porque la nieve se descongeló antes de lo previsto en el presupuesto, o después, o que la cosecha, o que el calor, o que la caza de cocodrilos, pero que ahora es distinto, ahora es en serio y hay que mirar hacia adelante mis valientes, que no seamos cagones, y que tratemos por enésima vez de confiar en él y los suyos, y los suyos nos alcanzan sillas reforzadas con acero reforzado para que la espera no resulte tan cansadora. Y entonces, correcta y pacíficamente ubicados, quietos, a no moverse, che, vemos como el elegido comienza a ser afectado por la clásica amnesia al estofado, se va de visita al país del nomeacuerdo, se lo ve poco y casi no habla, se rodea de un círculo redondo, nos demuestra con el ejemplo que la familia sigue siendo la célula fundamental, que la caridad bien entendida empieza por una casa grande, renueva la expresión de su cara, se desarruga, se deja los bigotes o se los afeita, se tiñe el pelo, cambia el auto por los autos, se casa o se divorcia, en fin, cambia la hoja del discurso, dice no se vayan que ya vuelvo, dejé la billetera en marcha, y desaparece de la escena, nos baja el telón. Luego, cada uno de nosotros se las arregla como puede, naufraga entre bambalinas y lo más seguro es que crea elegir subir, pero no tardará en darse cuenta que baja, siempre baja.
Cuando se produce la siguiente elección, si se produce, el candidato que había ganado la vez anterior se propone reincidir y explica con lujo de detalles qué nuevo motivo tienen ahora los habitantes atascados en las escaleras para votarlo, y al oír la explicación del por qué se fracasó, ojo, dice el fulano que quiere volver, se fracasó en apariencia, insiste, y cada oyente se queda primero extasiado, con la boca abierta en silencio, después duda, se pregunta qué hice yo, si a mí no me invitaron, y al rato no comprende muy bien el razonamiento del reincidente pero hay algo que lo seduce, no sé, la manera de hablar, la forma de moverse en el escenario, cómo se agarra al micrófono, no sé, son muchas cosas que influyen, y luego el que escucha permanece meditabundo como una estatua bajo la tormenta, y al final sufre como un bolo fecal, se siente culpable de que todo haya salido tan mal en el pasado, y agarra una piedra y se golpea dos veces con ella. Tropieza. Tropieza. Y parece mentira, pero a veces resulta que vuelve a ganar el que había ganado antes. Pero si pierde es lo mismo. En realidad, gane quien gane, ya sea en las escaleras o en los pasillos, en los baños o en los despachos, en el edificio siempre es lo mismo, siempre lo mismo cada hora de cada día de cada jornada. Siempre.
O no tan siempre.

CÓMO TRIUNFAR EN LA VIDA.

Esta historia me la contaron durante una noche nublada, tal vez resulte un poco oscura, trataré de despejarla. Yo estaba bajando y me detuve a cambiar de idea en el tercer escalón de una escalera de las que te llevan para arriba. O habrá sido exactamente al revés, qué sé yo. Ahí me dijeron, qué hacés, atolondrado, y luego me contaron que.
Que resulta que, no se sabe ya cuánto hace, seguramente mucho tiempo atrás, uno entre tantos de los que andaban por allí, tan paupérrimo e infeliz como cualquiera, al ponerse un parche en el ojo se dio cuenta, decidió probar fortuna y, sin pensarlo demasiado, estableció su negocio justo en el lugar en que me estaban contando. El primer intento del fulano fue vender departamentos. La imposibilidad de exhibir muchos en el lugar, no impidió que lograra vender una gran cantidad y así ganó una masiva, incluyendo los impuestos, cantidad de dinero en pocas semanas, o meses, o minutos. Entonces, qué le vamos a hacer, tuvo que hacerse famoso por imposición de las mayorías, abrir cuentas de sumar y de multiplicar en otros edificios, salir desnudo en las tapas de revistas especializadas en chismes de ricos, mirar a la gente en sus caras, bañarse casi todos los días, espantar mujeres como si fueran señoras. La reputación obtenida con los departamentos no lo desanimó, se asomó al balcón con vista a la calle, arengó a las multitudes que lo aclamaban y les dijo, esto no puede seguir así, imagínense, a dónde vamos a ir a parar, y decidió probar con otros rubros. Autos de todo tipo, caballos de carrera con todo tipo de jockeys, salames de los dos tipos. De los dos tipos que lo ayudaban, no hay mayores datos, menores tampoco. Lo cierto es que este comerciante de las escaleras no podía evitar el éxito y la prosperidad consecuente, su cuenta corriente corría y corría, a galope tendido, sin detenerse en ningún pago chico. En consecuencia, el perjudicado no dormía tranquilo, o mejor insinuado, no dormía en absoluto ni en la cama, consumía pastillas de frutilla a toda hora y nada, che, nada, no puedo pegar un ojo, ni siquiera los dos. Hasta que, mientras el insomne contaba y contaba billetes, descubrió uno falso e hizo un falso movimiento y recordó que era su verdadero cumpleaños y así, de casualidad o por esas cosas de la vida o de la muerte, descubrió el filón y se cortó solo. En ese momento su negocio iba viento en popa, estaba triunfando con la venta de barcos de todo tipo, no le alcanzaban los timones para manejarlo. Decidido a jugar la última carta, tiró el mazo por la escotilla, liquidó las existencias con agua y puso el gran cartel que anunciaba lo que iba ser el rubro definitivo, TODO TIPO DE ARTÍCULOS DE REGALO, y entonces, a partir de la genial innovación, cada cliente llegaba, saludaba o no, eso según la cara del cliente que recibía la razón y luego elegía una o dos cosas, mejor deme tres, o esa cuarta cosa que tiene allá arriba, no, no, la de al lado, esa, y después agregaba muchas gracias por los todo tipo de artículos de regalo, o no agregaba nada y se llevaba los paquetes doblado pero en silencio. Con el paso de los aniversarios el negocio prosperó y logró fundirse adecuadamente. Recién entonces el afamado mercader volvió de lo más contento a su despacho y a sus quehaceres de antes.

LA GUERRA Y LA PAZ.

Mala, muy mala fue la época de la guerra en las escaleras.
Espero que nadie me pregunte esta noche cómo comenzó, por qué, quién arrojó la primera gomita. Espero que no me lo pregunten ni con signos de interrogación, ni esta noche ni antes ni nunca. Me tentaría la tentación de ponerme colorado y contestar:  no lo sé.
El caso es que lo sé.
Bien.
Lo sé.
Hace frío acá.
No lo hice a propósito.
Casi nada de lo que hago lo hago a propósito.
En realidad, yo.
Quizás no fue tan decisivo.
Mucho frío.
Nada.
Que.
Lo estoy pensando.
No por nada me ofrecí para cavar trincheras.
En fin.
Es ahora o nunca.
Nun
Dale, maricón, contá.
Las hostilidades comenzaron cinco minutos antes. No hubo una declaración formal, que yo sepa nadie fue un jueves o un sábado a la casa de la novia para tocar el timbre, cenar usando la servilleta y los cubiertos y las copas y luego hablar con los padres y pedir la mano de la doncella. Pero la mano vino mal de entrada, la belicosidad comenzó informalmente y ya no hubo salida con permiso de los progenitores. Al principio fueron incidentes menores de 18 años, después crecieron y crecieron hasta hacerse adultos con barba y bayoneta. Se enfrentaron en el frente los de abajo contra los de arriba, aunque más se divirtieron los del medio. Claro que, diariamente o a lo sumo cada día o al final de cada jornada, al cambiar como en tiempos de paz la ubicación de los despachos, algunos de los contendientes más fanáticos pasaban a formar parte de las filas del ejército rival y eso generaba alguna que otra confusión y demoras en el intercambio de uniformes y traspaso de armamentos, planes secretos y códigos en clave. Los que planificaban las acciones a última hora, se mutilaban bien temprano a sí mismos al convertirse en víctimas de sus crueles planes de estrategas de oficina. Otro problema derivado de los cambios resultaban ser las calculadoras que habíamos colocado camufladas en los peldaños durante la noche anterior; ellas se hacían las que estamos durmiendo y nos explotaban a la mañana siguiente en nuestras propias narices sin camuflar. Perdimos así las narices y los límites y ya nadie respetaba los códigos, subíamos por las escaleras que bajaban o bajábamos por las que no bajaban. Ya ni al olor respetábamos, lo olíamos con una sonrisa que pretendía dar imagen de victoria, por si nos estaban filmando para el noticiero de la noche con birrete. Los grupos comando se comandaban ellos mismos y se lanzaban por la baranda y, como habían sido muy bien entrenados y eran muy profesionales, no se lastimaban demasiado al caer estrepitosamente al final de cada acción barranca abajo. Luego, una vez trasladados al hospital, eran muy bien atendidos por las enfermeras y a la mierda con el entrenamiento y el profesionalismo, desertaban entre las sábanas y devolvían las medallas aunque no a las enfermeras. Los que seguíamos peleando, verdaderos héroes a gran escala, usábamos los gruesos expedientes siempre en trámite como escudos contra el ataque de las siniestras, exterminadoras gomas de borrar. Los sacapuntas de última generación eran utilizados sin escrúpulos para afilar los lápices que luego se usaban sin compasión como lanzas guerreras. También, durante los intervalos les quitábamos el capuchón a las lapiceras para pincharte mejor. Al principio de las hostilidades, los cestos de la basura fueron convertidos en casco y como tales los lucíamos, pero a los veinte o veinticinco minutos se estipuló abandonarlos y tirarlos a la basura, dado lo ridículos que nos veíamos nosotros a nosotros mismos, los beligerantes encestados. Qué fragor entonces. Aviones y barcos surcaban las escaleras, hacían un ruido ensordecedor cada vez que los escuchábamos. Es que en cada ejército había expertos en conseguir unas bonitas hojas blancas y convertirlas en letales armamentos bélicos de combate. También se crearon cuerpos especiales, unos cuerpos maravillosos, minas con unas gambas y unas tetas y unos culos infernales que no consiguieron otra cosa que lo que se habían propuesto de entrada libre y gratuita, o sea, calentar al máximo la contienda. O a los contendientes. O al menos a mí. Los grupos de elite dejaron bien temprano de cenar y se ofrecieron, qué piolas, para avanzar por la retaguardia y sorprender e invadir la zona secreta de los cuerpos especiales. Ah, eso sí, es importante y me estaba olvidando, en los campos de concentración se juntaban a charlar y a discutir los más aplicados y estudiosos; estas charlas no dieron mucho resultado, ni un solo rasguño, ah, hubo sí una raspadita, pero sin mayor éxito; durante un tiempo se negó la existencia de los campos de concentración. Uf. Cuánta violencia en aquellos días. Me agarró el arrepentimiento. Ajj, y no me suelta. No tenía intención de contar esta parte de la historia del edificio pero hubiera sido un indigno cronista y además ya la conté casi toda y es tarde para salir del embrollo. De todas maneras, por suerte o por la mala puntería imperante, no fueron muchos los heridos, solamente algunos pocos resultaron con algunas contusiones más bien leves, casi idiotas. Lo que sí hubo fue una gran cantidad de cadáveres muertos, todos carentes de vida y asimétricamente diseminados en los campos de batalla. Imposible determinar cuánto tiempo duró la contienda, los almanaques de la época fueron incendiados junto con los depósitos de agua. Cuando llegó la paz nos agarró desprevenidos, tan ocupados en la tan feroz refriega que cuando la vimos parada en el umbral de la puerta, tan tranquila ella, tan sólo atinamos a decirle hola, paz, pasá, pasá, no te quedes ahí parada, ya que llegaste por qué no venís a tomar algo o a fumar una pipa. Y así, colorín colorado, en medio de un inmenso charco de sangre y barro, (que algunos historiadores citan a las nueve de la noche como “el charquito”) barrimos el odio hasta colocarlo debajo de la alfombra y de esta manera terminó la guerra escalonada, sin vencedores ni triunfadores, medio al pedo, ¿no? Y eso que no conté nada sobre las dificultades y peripecias afrontadas para evacuar las zonas más íntimas, que si no. Cada tanto alguna escaramuza retroactiva nos retrotrae a ese tiempo distinto, son misterios de la nostalgia en forma de melancólicas esquirlas disparadas por las calculadoras olvidadas en las escaleras, o gomas que siguieron volando por alguna falla burocrática, o minas que no llegaron a fornicar debidamente. Lo malo de esta paz tan mala, hasta diría pésima  paz, es que no sabemos lo que diablos hacer con los expedientes siempre en trámite ni con los lápices ni con las lapiceras a las que hace rato les pusimos el capuchón con la firme o no tanto esperanza de que sea para siempre. O qué sé yo si es tan buena la calma, qué sé yo.
De los festejos mejor ni hablar, un embole.
Una vez firmada la paz, en un intermedio lúdico de la famosa, histórica reunión del Penúltimo Escalón, en medio de un viento glacial dio comienzo la guerra fría. Brrrrr. Que alguien me alcance una bufanda. No, esa no que pica. Las heladeras se pusieron en marcha al son de la fanfarria, se congelaron hasta nuevo aviso y a partir de entonces fueron objeto de espionajes, sabotajes, alcahuetajes, camuflajes, malevajes, entregajes, rápidas acciones de ring rajes. Se levantaron muros para protegerlas de la acción de los vándalos, que querían llevarse cubitos de recuerdo. Fue una época de muchos espías, me parece que alguien me está mirando. Los espías debían sacar número para acceder a los ojos de las cerraduras que, dicho sea de paso, les hacían guiños, tal vez para confundirlos. Con el paso del tiempo, a medida que las viejas heridas se iban abriendo, la guerra fría se fue recalentando hasta desaparecer por completo. 

Un  personaje que no participó en la guerra escalonada y que anda cada tanto por las escaleras, es el anciano esperanzador paradójico. Suele contar su historia recostado contra una pared, con la mirada atenta a cualquiera que se acerque, en la actitud del que espera a alguien. Y dice.
–Vine de lejos, tanto que no me acuerdo. Creo que viajé en barco, me parece que en el Gran Ilusión, aunque tal vez el del barco haya sido mi padre, o mi abuelo, o ninguno quizás, porque a lo mejor ni el barco fue. Ha pasado mucho tiempo, soy viejo ya, y he perdido muchas cosas, el vino y la piel, la memoria de algunos sucesos también, es que la vida es la gran ladrona. Lo más probable es que alguna vez llegué y me quedé y luché en el edificio, cuando no era lo que es ahora, claro que no, ninguno de ustedes conoció el edificio de aquellos buenos viejos tiempos, cuando el Carnaval era una fiesta y las olas arribaban una tras otra y traían más y más gente a participar. Entonces, lo juro por esta tristeza que me alumbra, se oían risas en los pasillos, las escaleras servían tanto para subir como para bajar, los ascensores funcionaban, créanme, y en cualquier rincón uno podía enamorarse una vez y para siempre. Había bailes con música, no como ahora, que se baila a los gritos y en silencio. Acá conocí a mi mujer, y nos amamos y tuvimos hijos, y hasta quizás fuimos felices de a ratos. Pero los hijos crecieron y se fueron ubicando en despachos desconocidos, quizás alguno se ha marchado del edificio, no lo sé, y mientras tanto nosotros nos fuimos quedando solos. Solos. Lo paradójico de todo esto es que con mi mujer soñamos por las noches que ese edificio que recordamos tan hermoso, en realidad nunca existió, que es fruto de nuestra imaginación. Y que no tuvimos hijos. Que nunca llegamos a ninguna parte y que nunca hicimos nada. Y lo peor de todo, lo más terrible y doloroso, es cuando soñamos que ya nunca podremos soñar otra cosa. Sin embargo, chicas y muchachos que me rodean y que tal vez estén escuchando, todavía queda algo por descubrir, y por eso me gustan las escaleras del edificio, porque a pesar del tiempo y de los cambios, cuando subo o bajo por ellas mantengo la esperanza de toparme con un amigo de antaño,  el que una vez decidió emprender el camino de bajada para tratar de encontrar la salida a tanta desdicha derramada, y me entusiasmo con llegar al día en que pueda comprobar si finalmente llegó a donde se había propuesto. Ustedes, los más jóvenes sobre todo, deben imitarlo y no abandonar la lucha, atreverse a usar las escaleras, no descartar jamás la esperanza de llegar a alguna parte. Vamos, che, a no aflojar.
Nos gusta escuchar una y otra vez la historia del anciano esperanzador paradójico, y seguimos su consejo aunque no muy esperanzados que digamos, mejor digamos que no. Pero es que en algo debemos mantenernos ocupados, matar el tiempo aunque sea con un rifle de aire comprimido, y comprimidos en nuestros despachos nos da la impresión de estar afuera, afuera de la vida y su tiempo.
Me parece que me puse filosófico, mejor descarto el párrafo anterior. Pienso, luego decido. Sí, mejor, a ver si todavía se me da por conjeturar sobre la libertad. Justo yo.
Y bien, no sé qué le pasa al resto de la gente, pero a mí y desde chico, las escaleras me fascinan, siento que siempre algo puede pasar en ellas. Y pasa, en las escaleras del edificio pasan cosas, algunas ya las conté. Y aunque no pase nada, al menos queda la esperanza de encontrar la definitiva, la última, aquella que nos eleve.
Mientras tanto, voy a salir a recorrer un poco los pasillos.
Total


martes, 10 de agosto de 2010

Embragar

El buen señor, luego de rascarse la cabeza durante un rato, se dispuso a manejar su propio auto e intentó embragar y poner primera tal como le habían explicado, esa misma mañana, un par de amigos fugaces. En medio de la operación, el auto comenzó a dar un montón de saltitos y, a partir de un instante medio impreciso que no quedó registrado en ninguna parte, mientras el supuesto conductor pensaba en una rana cualquiera y después en un canguro determinado, el motor del vehículo comenzó a caer en una zona de silencio. Así y todo, sin su ruido, con el horizonte subiendo y bajando, con el limpiaparabrisas puesto a funcionar de manera misteriosa, el dúo de auto y chofer llegó a la estación de servicio más próxima. Ya allí, una vez estacionado contra uno de los surtidores, dos o tres testigos del arribo a los tumbos, lo sacaron de adentro, lo palmearon de lo lindo al señor y le auguraron un sin fin de tropiezos semejantes, si es que no se avenía a cumplir con las reglas del buen conducir, que por cierto hasta ese momento no habían incluido, durante esa experiencia de menos de un día, el arte de embragar.

Piedras abajo

Cae la llovizna y el hombre, que ya ni repara en ella, apostado en la terraza, con el cuerpo levemente inclinado hacia la derecha, apunta con su arma a uno de los que ahí abajo, en la calle, no se queda quieto ni un momento y coloca una piedra tras otra. Si al menos se detuviera un instante, si cualquiera de ellos se detuviera un instante, se ilusiona el hombre del arma, que sacude la cabeza para desprenderse de las gotitas y que enseguida se pregunta si él entonces tendría el valor o la suerte de disparar. ¿Y si tuviera alguna de esas cosas? ¿Y si además acertara con el tiro justo y derribara a alguno por la vía de un balazo en la frente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué harían los otros? Los otros, sí, los que no ha podido contar de tan iguales y construyen ese empedrado bajo la llovizna que no cesa y el cielo que nunca aclara. Confusamente reconoce no saberlo, el hombre del arma apunta y no acierta con las respuestas, y tampoco sabe, o no lo recuerda ahora, cuándo fue que empezó todo, y todo es este presente en el que los de "la cuadrilla", como él llama al grupo, van colocando una piedra y luego otra y otra más y sin embargo la construcción parece no avanzar, como si cada piedra reemplazara a una anterior y así. Y así. Entonces el hombre en la terraza, que ha pensado todas estas cosas, que ha dejado de apuntar, que ha colocado el arma en el piso, apoyada contra la pared, lanza al aire un resoplido y repite el gesto de sacudir la cabeza, trata de fijar mejor la vista, intenta concentrar su atención y comprender los movimientos de los que están ahí abajo, en la calle, y una vez más no lo logra, falla como ha venido fallando hasta ahora. Tiene al menos una certeza, y eso lo tranquiliza un poco, pues los de "la cuadrilla", como él los llama, jamás elevarán la vista para mirarlo, la experiencia de esas jornadas se lo ha enseñado, porque ellos permanecen más bien distantes, indiferentes, lo ignoran o quizá simulan ignorarlo, y eso que alguna vez les ha gritado, si hasta los insultó aquella tarde de hace algunas semanas, pero ellos siguieron y siguen reconcentrados en su trabajo diurno. Diurno sí, porque durante las noches. Las noches ahí abajo son otra cosa, esa es la verdad, pero, se dice enseguida, mejor no pensar ahora en lo que será la noche, y menos justo ahora que la hija ha subido y le ha traído una taza con café o algo que debería parecerse, la hija no debe ni siquiera sospechar lo que sucede durante las noches allí abajo. Abajo, el insoportable abajo de las noches, cuando la oscuridad es casi total, apenas casi, porque la luz de la luna, aun con las nubes, le permite entrever lo que pasa en la calle y es terrible y, pero basta ya de pensar en eso, que la hija se moja también y le está preguntando algo y él en lugar de contestar le pregunta si ha dormido bien, y también si ha estudiado, y la hija parpadea y se encoge de hombros y dice para qué, y agrega que mamá ha dicho que le diga matalos, decile a tu papá que los mate, que los mate a todos, que hoy, que eso ha ordenado su madre, y el que hoy vuelve a sonar, implacable, definitivo. Entonces el hombre expulsa un suspiro, mira hacia las otras terrazas, y se da cuenta o acaso apenas intuye que ya no habrá un disparo para absolverlo, que ya los otros han dejado de vigilar y de apuntar a los de "la cuadrilla", como él los llama, o tal vez quede todavía alguno en algún lugar que él no alcanza a observar, eso podría ser, se esperanza, eso podría ser, se repite, y así entonces quizás podría surgir de alguna otra parte el fogonazo salvador, el movimiento que pusiera en juego una ficha nueva en ese tablero en el que los de abajo ponen piedras en la calle y los de arriba vigilan y apuntan y no hacen fuego y esperan, eso si es que a esta altura queda alguno, alguno como él, que no se va a dar por vencido, y cuando se da vuelta y quiere decirle algo la hija se ha marchado y la llovizna sigue, entonces agarra la taza y bebe el café, que a todo esto se ha enfriado, cada gota se ha puesto más negra y se ha enfriado en ese invierno que parece no irá a terminar jamás, mientras el ruido de las piedras abajo sigue. De un trago, o dos, no más, el hombre ha bebido y ya está de nuevo apuntando, o más bien tratando de apuntar a la cabeza de alguno que, hijo de puta, no se queda quieto ni un instante, ni uno, y se agacha y coloca una piedra y luego otra y él intenta tenerlo en la mira y tal vez un solo tiro bastaría. Así las horas de la mañana pasan y pasan, como piedras.
Ahora es el mediodía, deduce el hombre en la terraza, abajo nada ha cambiado pero ha subido su mujer siempre con el mismo vestido y le ha traído algo para que coma. Es lo que hay, le ha dicho o es lo que él ha creído oír. La mujer se ha quedado algo alejada, no se asoma para nada a la calle y permanece algo rígida y lo mira, y cuando él mueve los labios ella abre la boca y le dice matalos, qué esperás para matarlos, no ves acaso lo que va a pasar si vos no los matás de una vez por todas, y cuando el hombre escucha las palabras, antes de que las palabras se terminen, deja de apuntar y apoya el arma a su derecha, contra la pared, y comienza a dejar que el pan se moje en su mano, el pan que le han traído, uno sólo hoy, apenas uno y tan breve, piensa, aunque no pregunta nada y el pan se moja en la lluvia que no cesa, y el hombre le dice a la mujer por qué no me trajiste ropa seca, y la mujer se da media vuelta y se aleja, y ya casi desaparece pero antes le dice te dije bien clarito que los mataras, y escupe con violencia y dice otra vez yo te lo dije y se va. La mujer ya no está y el hombre mira la terraza vacía y casi no la reconoce, tal vez por la bruma que crea la llovizna y que desdibuja todas las cosas. Luego come, despacio, el pan entra mojado en el cuerpo mojado. El cielo sigue igual y la llovizna sigue igual. El hombre termina de masticar sin apuro ese pan que le han traído y ahora le duelen las piernas, por momentos el dolor se le mezcla con el recuerdo del dolor, tal vez el de hace un rato cuando aún no se había dado cuenta que las piernas le dolían, o quizás el de hace unos años, cuando los dolores todavía no se le mezclaban. Trata de olvidar el dolor y se asoma y allí están nomás, las piedras, los hombres moviéndose y el paisaje de las piedras infinitas, y uno de los hombres ahora se está secando la frente con un trapo, guarda el trapo en el bolsillo y parece que va a mirarlo a él, pero no, se da vuelta apenas un poco y en apariencia habla con el que está al lado, y el que está al lado sonríe, asiente con la cabeza y no dice nada y se agacha y coloca una piedra, otra piedra que no agrega nada.
Es noche ahora y la llovizna sigue. Las piedras están quietas. Las mujeres han llegado y los hombres de "la cuadrilla", como él los llama, comienzan a meterse en ellas, que van pasando de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, una tras otra, y las mujeres se dejan caer una tras otra. Hasta el ruido de la noche es similar al que se escucha durante los días, un ruido seco y duro, y él que no cede, allí arriba, en la terraza, empapado en lluvia y sudor, sin descanso posible espera que su mujer o su hija le alcancen algo para comer y alguna ropa seca. Mientras tanto, fuerza la vista y ni siquiera alcanza a distinguir aunque sea una de las caras de las mujeres, al menos una de las que cada vez parecen ser más y más, es así, no hay vuelta que darle, como si cada noche alguna se sumara, o más de una. Pero las caras se le borronean sin remedio en el interior de la neblina mientras él se sigue mojando ahí arriba y ya hace rato que no apunta, no apunta y oye las risas de los hombres de abajo, que parecen esta noche renovarse y festejar algo, como si a la fiesta hubiera llegado el último invitado. El que permanece arriba sufre con las risas de los hombres que no dejan de moverse y de penetrar en las mujeres y no lo miran nunca.
Ha sido una noche terrible, piensa el hombre, quizás la peor que le ha tocado presenciar, pero en algún impreciso momento advierte que por suerte ha terminado, un leve cambio en la luz del amanecer, o tal vez la señal haya sido el hecho de que las mujeres ya no están en la calle y están las piedras, lo que para el de arriba es casi lo mismo, salvo por las risas y el jadear de los hombres, porque el ruido es siempre igual, un ruido seco y duro, de piedras o de mujeres que se van incrustando. Y entonces, aunque llueve igual que los otros días y el cielo sigue tan oscuro como siempre y las horas han pasado tan iguales, el hombre se da cuenta de que algo ha cambiado. La hija no ha subido, y no hay café esa mañana y hay más viento, un viento arremolinado que lo hace tiritar. Y pensar. Tendría que disparar, ahora, ¿qué puede pasar?, o a lo mejor convendría esperar, ¿qué podría pasar?, con apenas un tiro la pesadilla habrá terminado, o comenzará a terminarse, se dice, pero no dispara, no dispara y las horas del día transcurren con los minutos cada vez más pesados, una carga por momentos insoportable, se dice, y encima nadie le ha traído ni bebida ni comida ni ropa seca, y que no importa, se dice el hombre en la terraza, no importan ni el frío ni el hambre ni el cansancio, ya nada tiene la menor importancia, ni siquiera el viento y la llovizna, se dice. Él no se va a dar por vencido, jamás, y apenas alguno se quede quieto apuntará bien y apretará el gatillo, se dice. Están atrapados, se dice.
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