jueves, 9 de febrero de 2012

Ezequiel Acuña, sus impresiones sobre La Ciudad...

En “La Ciudad después del humo”, un título hermoso, en verdad envidiable, se destaca una pronunciada impronta poética. La novela despliega una escritura que juega con el lenguaje, con la sonoridad y la similitud de los conceptos, con las frases y sus posibles dobles sentidos. Trazando una trayectoria elíptica, utiliza el recurso de la concatenación: un sentido conduce a otro y se desplaza hacia adelante en el lenguaje, llevando la palabra más allá de los límites. Aparece la metáfora como fuente permanente que, aprovechada al extremo, converge en una deriva general: primero en el pensamiento del personaje, luego en la narración de los distintos acontecimientos en la ciudad, reafirmados por ese encadenamiento de conceptos. En este párrafo, por ejemplo, se parte de un nubarrón y, en esa suerte de derivación y de vagabundeo, se va atando a una cadena y se va yendo:

"Le eché el ojo al nubarrón inicial que sobrevolaba la zona. Según mis mediciones se desplazaba a velocidad crucero y además vaporoso de un extremo al opuesto, haciéndose el guapo del barrio y sus esquinas más turbias. Sí, tal cual, porque el muy oscuro la posaba de compadrito, se las daba de remedo de lo que, al decir de los tangos y milongas y algún valsecito medio perdido, ocurría en los antiguos arrabales de antaño, en los alrededores de los faroles que mal iluminaban las ochavas y proyectaban las sombras de los chambergos de moda, mientras las percantas siempre malignas se quedaban abiertas entre glicinas y se enredaban con los malvones y, cuando el percal se les tornaba insoportable, al piantarse con la valijita te amuraban con una de cal y una de arena y ya al cruzar el patio emparrado te hacían sonar sin orquesta, en lunfardo o en el zaguán de los despechos".

Es ese despliegue del lenguaje y de los diferentes argots y anacronismos que se utilizan en la narración de los sucesos, el que lleva todo el tiempo a un aplazamiento del sentido último de un párrafo y nos sitúa ante un texto que, al alcanzar el ideal cortazariano, nos causa la impresión de estar leyéndolo siempre por primera vez: “Permití a las palabras hacer su vida, entrar en implosión si así lo querían”.

La llegada del humo hace que se pierdan los códigos, que se rompa el sentido de la comunicación: "las toses impusieron su lenguaje".

La soledad del narrador/protagonista denota la pérdida de la función comunicativa del lenguaje y lo presenta como un juego donde el personaje se entretiene narrando los sucesos a la vez que, en algunos pasajes de la novela, ejerce una especie de autoconciencia donde se cuestiona el camino que fue tomando la narración: “y por qué la ficción agarró para este embrollo de la muerte y no para otro más amable y comprador” o se separa el narrador del personaje, y se insulta a sí mismo: “escuchá atento y fuerte como un roble, pelafustán de cuarta generación". Se distinguen los planos, y eso tiene que ver con una fuerte impronta de subjetividad en el trabajo que sustenta el hecho del lenguaje poético.

La referencia al mundo exacto, a esa cierta realidad que suponemos conocer, pierde el interés dentro de la novela por falta de protagonismo. El protagonismo principal lo tienen los laterales, las derivaciones, las digresiones que hace el personaje, las distracciones en las que se embarca. Tal vez importe bastante más la historia, pero me pareció más relevante el gran trabajo, que de hecho me parece abismal, que se concreta con el lenguaje, con la escritura. Leí la novela desde ese lugar y cierro el comentario con una frase del crítico Roland Barthes, que esclarece esta posición:

“Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. (...)

Por lo tanto hay dos regímenes de lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (...); la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, con aplicación y ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota: no es [la lógica de la historia, del relato] la que cautiva a esa lectura, sino la superposición de los niveles de la significación, [los niveles del lenguaje, los distintos lenguajes]
 
 
Ezequiel Acuña es estudiante de Letras en la UBA y periodista. Trabaja en Página 12 y coparticipa en la conducción del programa de radio "sin lugar para los débiles" en: