Mostrando entradas con la etiqueta novela. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta novela. Mostrar todas las entradas

sábado, 31 de mayo de 2014

El edificio - capítulo I

El edificio en el que me ocupan en algo, consta al parecer de cinco pisos los lunes. Cuando no acierto con el camino verdadero y llego, el primero que encuentro me saluda por si se larga a llover al mediodía y sólo si me confunde con un actor de la tele, será por los bigotes, digo yo, así que algún día me los dejaré crecer. Por lo general, cuando llego hace frío o calor o está templado, por eso trastabillo y finjo devolver el saludo, pero en realidad me soplo la nariz al tiempo que pienso si el ruido resultante no resulta demasiado estremecedor. Con paso firme, aunque no por eso menos tembloroso, camino por las entrañas del edificio, me dejo crecer las uñas, mastico algo del lado en que las caries no alcanzaron su apogeo, me huelo los sobacos, pongo cara de futuro desocupado y ya en mi despacho, despacho sin urgencia los asuntos más irrelevantes, que son la única clase de asuntos que llegan a mis manos, a pesar de que me las lavo todos los días, con excepción de los martes soleados, claro, obvio como el agua.

En la planta baja del sexto piso funciona a veces casi nunca el quiosco "Chupate Esta Mandarina". El encargado ocupa ese puesto como recompensa a su de ningún modo desmentido y tal vez hereditario atolondramiento, y su labor deja bastante que desear. Las consecuencias que esta actitud acarrea son tan fáciles de suponer que hasta yo supongo. Al menor descuido, ante la más pequeña insinuación, la pila de mandarinas se despreocupa del equilibrio y se explaya por el piso, y uno que anda por andar justo acierta a pasar por ahí, hace como que nadie lo mira y se inclina, levanta una cualquiera y se aferra a ella con la mejor intención, y en el momento de usarla la mandarina se niega a responder, hace un ruido extraño, no cumple con lo que su envase promete, en fin, falla. Así, uno que a la mañana a duras penas abrió los ojos, y se lavó la cara con jabón dos veces, y se considera un buen tipo de los que no le hacen mal a nadie, y fue a hacer algo en el edificio porque no sabe hacer otra cosa o por lo que sea, sale a la calle a la tarde o más tarde a pesar de todo de lo más contento, radiante con la mandarina en su poder, y ese ensayo de felicidad dura hasta el momento en que la muerde y pretende chuparla, entonces y sin escalafón se convierte en un resentido social o en un amargado para toda la cosecha o en una piltrafa humana. Y después se pasa la noche pensando en quién es realmente uno, de dónde viene a estas horas, adónde va tan apurado, qué hace despierto hasta tan tarde, y lo más importante, el nudo del gordo, la pregunta del millón de respuestas, por qué la mandarina dista tanto de ser jugosa. Y con tantos interrogantes que lo interrogan no puede dormir, y mucho menos soñar, y da vueltas y vueltas en la cama, y la cama se queja, y en medio de la noche uno dice la pucha digo o lo piensa en voz baja y no lo dice, y lo único que desea es oír pronto el despertador para volver lo antes posible al edificio, pues presiente que allí no le han dado lo que le correspondía, y por momentos piensa que no tendrá tiempo para que la justicia estalle en mil pedazos y atrapar aunque sea uno en el aire, justicia al voleo que le dicen, y entonces llega temprano y se va tarde, y mientras tanto acepta hacer cualquier cosa sin importarle si le pagan poco o poco, y trata de hacer lo conveniente aunque a lo mejor no sea lo convenido, para ver si a la salida, sobre todo si es un viernes impar, tiene suerte y de casualidad al agacharse levanta la mandarina que le estaba destinada.

Cualquier trabajo es un misterio, ya lo dijo Carlos Marx casi al final de una apocalíptica noche de farra, mientras discutía sobre la plusvalía del último vaso de vino. Ha transcurrido una punta de años desafilados, meses de cien días, días sin días ni soles, horas por horas acumuladas sobre no sé cuántos minutos, ni hablar de los segundos en oferta, un amontonamiento de cafés, batallones de nicotina y más nicotina y alcanzame por favor otro cigarrillo que recién tiré el último y lo pisé sin querer, cantidad de resmas de papel cuadriculado o todavía sin cuadricular, miles de rollos perdidos en un mar muerto, cintas desperdiciadas al por mayor, y papeles, cuántos papeles. Durante todo ese transcurrir la empresa me ha pagado el sueldo, y no sólo a mí, somos cientos en el edificio, o miles tal vez, millones quizá, quién puede saberlo. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, pero todavía discutimos y discutimos, nos secamos la lengua y nos mojamos el dedo y no logramos ponernos de acuerdo sobre la actividad que desarrolla la empresa, si es que desarrolla alguna. Se barajan, con naipes españoles por suerte, las más variadas hipótesis. Algunas de las más aquerenciadas son:

Reparación y reventa a precio de calumnia de asteroides diseminados a la pálida luz de la luna.

Gestación entre gallos y medianoche de expediciones con el fin de profanar tumbas sin personería jurídica.

Devalúo de antecedentes por evasión impositiva en los casos de individuos con dificultades para evacuar.

Almacenamiento de rosca para palier, paso fino y paso grueso, para que los chicos hagan los mandados sin protestar.

Desparramo y persuasión de golondrinas a fin de satisfacer la demanda en plazas y paseos ya pasados de moda.

Especulación panorámica de amoríos superfluos, aceptando como pagos a cuenta los improperios más aceptados en los diccionarios menos aceptados.

Administración en un dos por cuatro de orquestas de tango tan populares en la década del cuarenta, chan, chan.

Hay otras hipótesis, muchas más, lo acepto, pero son hipótesis demasiado hipotéticas.

También nos preguntamos, aunque ya en forma más íntima, como el incansable discurrir del jugo gástrico, casi en un rinconcito perdido en medio del intestino delgado a fuerza de dietas, acaso como un susurro en aerosol apenas insinuado en el lóbulo occidental de la oreja, como si se tratara de una cuestión metafísica, ¿qué carajo hacemos en el edificio?

Vaya pregunta.

Vaya, vaya.

Digo que vaya nomás, pregunta.

Hay algunas mañanas, (estas cosas siempre suceden por la mañana, según los últimos análisis realizados y que demostraron que mi mujer está misteriosa aunque efectivamente embarazada) en que buscando una respuesta a la vaya pregunta dejo deslizar con sumo cuidado, por el vidrio, la mirada a través de la ventana de mi oficina, la que en ocasiones da a otro lugar diferente, la que por lo general da a la ciudad, la que con suerte da al gran río, la que seguro da lástima pues ninguna de estas cosas se alcanza a ver a simple vista, pues una niebla furiosa recubre el exterior del edificio. Tal vez la niebla nos proteja, puede ser, eso nos dijeron y supongo que sí, que si la niebla existe sus motivos tendrá, aunque no figure en los planos. Y como decía más arriba antes de extraviarme en la niebla, durante algunas mañanas, ensimismado en mí mismo, me entrego por horas dulcemente a la contemplación del infinito, que la misma palabra lo dice. Las horas pasan entonces unas persiguiendo a otras, como burbujas que flotan en el vagón de un tren, como peces en un estanque cuesta abajo, como mariposas en un prado cuesta arriba, como bolitas buscando el hoyo, como el caer de las hojas en otoño de un viejo árbol de acá a la vuelta. Como si nada. Como si nada fuera nada.

Cuando miro pasar las horas, además del entretenimiento visual que la actividad representa, aprovecho el hueco que se me introduce en la mente y saco conclusiones, conclusiones inconclusas, conclusiones derivadas de mi pensamiento profundo o conclusiones a la deriva, y algunas tan brillantes que me enceguecen, otras tan oscuras que me iluminan, todas singularmente plurales. En fin, no sé.

Ahora pongo cara de pomelo y digo que, exprimiendo al mango este momento en que nadie mira hacia aquí, (aunque por las dudas voy a simular que mastico una galletita, crunch, crunch, puaj, (justo me tocó una medio podrida) y que mejor me tomo un vaso de agua, glug, glug, agg, agg, quién le agregó cloro a esta porquería) quisiera deslizar una crítica. Nada del otro mundo, de aquí abajo nomás. Me inquieta la cuestión, me parece percibir un incipiente intento de burocracia en el edificio. No lo puedo asegurar pues para asegurarme tendría que cumplir con los trámites engorrosos correspondientes, es una sospecha raquítica y como tal la expongo. Por ejemplo, para gozar de las vacaciones es menester viajar sin la pareja habitual, en tren de jocunda soltería, o al menos en tren. Para lograr esto hay que llenar cientos de formularios con miles de espacios en blanco, espacios a completar con letra de imprenta en el caso de casi todas las vocales y algunas consonantes. Si se quiere viajar a las sierras, hay que presentar un serrucho en buen estado y completar formularios verdes. En cambio, si nos ponemos como objetivo el mar, los formularios son verdes también. Pero si dudamos indecisos entre la montaña y la casa paterna, los formularios serán inefablemente verdes, aunque ya en este caso se trata de un verde más indeciso, algo así como, como, cómo, no sé cómo. De todas formas y para no irme demasiado lejos que eso cansa y ni siquiera hice las valijas, la opinión generalizada en los cuarteles es que no conviene vacacionar fuera del edificio, no sólo porque nos entregan únicamente formularios amarillos que, como ya se sabe, no sirven para viajar a ninguna parte, sino que por el edificio andan nuestros probables amigos de aquí para allá. Y entonces para qué, si caminando por los pasillos, espiando a través de los cerrojos, deambulando por las escaleras, yendo a los baños en las horas pico, persiste la posibilidad bastante improbable de que tal vez nos encontremos con uno o dos de ellos durante las próximas maravillosas, inolvidables vacaciones adentro.

Adentro.

Algunos empleados viven en el edificio, los demás solemos mencionar secretamente a este grupo como Los apóstoles tiempo completo. Son algo así como los cimientos, las columnas, las vigas, los corpiños, o más bien las grietas del lugar. Pero en realidad, no hay ninguno entre nosotros que no haya pasado unas que muchas noches en él. Lo más probable es que, en esos casos, el motivo de la permanencia nocturna haya sido la instalación de un chimento que indicaba, en su primera página amarilla, que el SUPER requería eficiencia y premura en las tareas, y por más risible que parezca el chimento, por más susodicho que se presente, le damos cabida y entra en nuestra vida. Entonces las noches pasan a ser noctámbulos momentos de febril actividad y no hay aspirina que alcance para bajar el nivel de la actividad. Las pasiones se desatan los cordones y los ambientes se pueblan de urgentes expedientes a concluir con habilidad y ligereza, y por eso se confeccionan miles, qué digo miles, por no exagerar digo miles, de minuciosos y detallados y refaccionados informes para informar a nadie en particular la incertidumbre sin igual de que todo sigue igual, o casi, tal vez un poco mayormente transpirados nosotros. Digámoslo de una vez o callemos para siempre, lo fundamental de no pegar un ojo es que cada noche de fajina nos brinda, servida en bandeja, la oportunidad de pegarla, de demostrar lo imprescindible que uno puede llegar a ser para realizar insólitos cálculos en la calculadora, a resultas de lo cual se completa con la cifra exacta la planilla más apremiante que imaginarse pudiera, planilla que luego por supuesto y en su puesto es revisada, controlada y finalmente tachada y corregida frigoríficamente por alguien no menos imprescindible que nosotros, que a su vez habíamos recibido las planillas de otros, para corregirlas y tacharlas, y así la cosa funciona como un círculo cerrado sin sorteo ni licitación, sin fisuras, un relojito, vea, hasta que cualquiera u otro más o menos despabilado, decide archivar en algún sólido cajón el asunto de que se trate, o se lo olvida nomás, o se le cae. Y allí quedan postradas las famosas urgentes urgencias, en reposo, dejándose, aguardando que en alguna otra noche de febriles tareas alguien ponga en hora el termómetro y las rescate y las saque a pasear de nuevo. Y así indefinidamente.

En esas noches, además de la oscuridad, suele suceder que entre las cuatro menos diez y las cinco y veinte de la madrugada, a veces antes pero no mucho o después pero no tanto, algo llega y sin anunciarse se instala en el edificio. Se trata de algo impreciso pero a la vez concreto y palpable. Al comienzo pareciera que es nomás la niebla que ingresa en esos momentos por las hendiduras, pues se convierte en una niebla honda y dura. Pero no se trata, creo yo, únicamente de la niebla. A todos los que ya medio morados moramos como moribundos esas horas, nos recorre casi al unísono una sensación cercana a lo mágico misterioso inexplicable, y entonces acontece que el latir de las paredes se apaga poco a poco, que los relojes dejan de respirar, que a las computadoras les agarra el virus del letargo, que el edificio entero simula evaporarse y desaparecer, y enseguida nos subyuga la impresión de que ya no existen ni él ni el SUPER ni nada ni nadie ni antes ni después ni arriba ni abajo, que lo urgente bien puede aguardar un par de milenios corridos, y en la atmósfera flota un sopor invencible y el espacio y el tiempo se trastocan y el proceso se acelera y ya nada es lo que había sido antaño y todos somos como una gran hermandad de solitarios corazones. O a lo mejor es tan sólo la modorra que nos vence, y adiós muchachos compañeros de mi vida, el subyugante imperio de la fiaca entra en su época cumbre y listo el ojo, pelamos las almohadas y nos ponemos a dormir el sueño de los inocentes.

Pero hubo una vez, y no es cuento, en que no sé cómo hice y conseguí sobreponerme a ese momento de crisis con bostezos y salí sin custodia de recorrida por los pasillos, mientras el resto de la multitud había dejado de apabullarse y ponía el mayor empeño en apoliyar opíparamente. Entonces crucé el umbral y caminé solitario, con los brazos colgando a los costados mientras el sonido del chocar de mis pantuflas contra la alfombra, retumbaba y retumbaba. En esa ocasión, aparte de desvelarme, descubrí la diversidad más grande de ronquidos, parecían asomarse a la puerta de cada despacho y saludarme, alguno hasta un abrazo me dio, pero la pucha, che, somos gente grande, parece mentira, y eso que le dije que no apretara tanto, tan efusivo que me dejó viendo estrellitas arriba a la izquierda de mi cabeza, o quizás no tan arriba pero tampoco muy abajo, por ahí, o casi. Durante el paseo pude apreciar ronquidos desobedientes, pormenorizados, informales, empantanados, precavidos, lisonjeros, combinados. En algunos casos se notaba que eran por contrato y me impresionaban por ser los que cargaban con la porción más grande de angustia, más que una porción se trataba de una grande de muzzarela, pues eran ronquidos con fecha de vencimiento, una fecha que se iba a cumplir inexorablemente para los durmientes angustiados, a menos que el camión de la basura pasara antes a buscarlos.

Los que no vivimos en el edificio, tenemos una ventaja a crédito. Contamos en nuestro hogar dulce hogar con una réplica exacta de nuestro despacho, con todos los elementos correspondientes. Hay una repetición de la silla, hay duplicados de los estantes con los biblioratos respectivos, y hay una birome igualita a la otra, con las mismas marcas de las mordidas en el capuchón, y hay la incontrovertible computadora, en fin, hay todo lo innecesario, hay hasta copias fieles y de gran corazón de los expedientes siempre en trámite, ay si hay. Si en un momento dado, dado que no tenemos nada mejor que hacer, agarramos de casualidad o porque estamos distraídos un legajo cualquiera en el edificio, y, luego de arduos cálculos con decimales e intrincados pensamientos sin decir males, atinamos a agregarle una coma, la misma se reproduce al instante, nada de nueve meses, en la copia casera del legajo. Y si se nos derramó otra vez café sobre el escritorio o sobre una carpeta o sobre una hoja o sobre un sobre, encontraremos la mancha todavía humeante y calentita al llegar a casa. De esta manera, con el despacho a domicilio totalmente disponible, aprovechamos las noches y los fines de semana y las ranuras del tiempo para adelantar trabajo atrasado, continuamente adelantamos trabajo atrasado, pero por más que adelantemos el atraso siempre se nos adelanta.

Una vez hubo un caso trágico. Pudimos reconstruirlo paso a paso por varios motivos: por las huellas dactilares halladas por nuestros especialistas pipa en boca lupa en mano, por la declaración de varios testigos en peligro, por los sucesivos rumores que circularon desde ese momento por los pasillos del edificio y que nadie nunca nada desmintió, y porque justo unos tipos estaban filmando las escenas para un comercial a emitirse por la radio en colores, (aunque al final la película terminó pasándose exclusivamente en el cine del edificio, función trasnoche para abonados, un mediodía que parecía que iba a llover y que al final terminó lloviendo). El incidente sucedió un domingo rojo. Uno de los más fieles empleados, cuando los empleados fieles todavía existían y no se avergonzaban de su timidez, detectó la falta de un legajo en su domicilio. Lo buscó con meticulosidad y con la vista. Nada. Ni por aquí ni por allá. Subió los muebles a la terraza, luego de desalojarlos minuciosamente. Menos. Como corresponde en estos casos según las directivas del SUPER, el empleado sometió luego a toda su familia a los consabidos apremios ilegales, aunque sin resultados positivos. El legajo extraviado no era ni muy urgente ni muy importante ni muy voluminoso ni muy maduro ni muy paranoico ni muy nada, al fin y al cabo era un legajo como todos, pero al fiel empleado le resultó por algún motivo interesante. Se supone que se había encariñado con él, se lo había tomado muy a pecho, tal vez porque le traía el recuerdo de un gran amor o a lo mejor representaba los efectos tardíos de una frustración durante la lactancia, en definitiva y en cualquier caso, un simple asunto de tetas. La cuestión es que, detectada la falta y ante el obstinado silencio de su familia numerosa y amordazada, el empleado descartó la tregua, dijo basta, se acabó lo que se daba, ensayó un gesto adusto que le salió más o menos y se puso un sombrero porque usaba sombrero. Se dirigió al edificio porque se acostumbraba dirigirse al edificio, que por aquella época permanecía cerrado los domingos. Logró ingresar pidiendo permiso a un gato que justo dormía en el umbral de la entrada secreta a la que sólo los ratones y los empleados fieles tenían acceso. Una vez en su oficina, se preguntó pero a qué vine yo acá. Cuando se acordó, se dedicó a la búsqueda del expediente. Sobre su escritorio no estaba, es más, quizás por ser domingo bien podría ser que estuviera revisando un escritorio suplente. Un par de minutos después, ya algo desesperado ante la inusual posible pérdida, se sacó el sombrero y revolvió cada rincón, dio vuelta la silla que quedó patas para abajo, puso a calentar el agua para el mate, vació los ceniceros, le sacó punta a los lápices y no dejó de preocuparse hasta que le pareció verlo asomar en un estante, pero bien arriba, muy arriba, tan arriba. La pericia determinó un desgaste prematuro de la escalera. Pero claro, la pericia se realizó siete años y tres horas después del luctuoso suceso, cuando el jefe se inquietó un poco por la ausencia y comenzó a rascarse el mentón y a asombrarse pero qué raro, che, qué raro, dónde estará este tipo que cómo se llamaba. Dicho esto, terminó de tomar el café, lo probó a ver si estaba muy caliente, lo revolvió, le puso azúcar y se sirvió un café. Tiempo después el jefe reconoció que ese día todo le había salido al revés. La cuestión es que, antes o después del café, el jefe dio cuatro pasos y al entrar al lugar de la caída bajó la vista y se encontró con el esqueleto ya sin vida del ex fiel empleado, que sonreía a la cámara. Con un gesto parecido al del asco, el jefe levantó la vista, con cuidado porque estaba recién operado de una hernia, y se encontró con el sombrero un poco pasado de moda, y a un costado, sobre el fuego, el agua hirviendo que ya no serviría ni para el mate. Sin perder tiempo anotó en su agenda, "Importante. Jugar sin falta hoy al 56". En el acta de asamblea, escrita con tinta de riguroso luto negro, quedó constancia de que al muy muerto se le había practicado respiración artificial con el inflador de bicicletas azules, que por suerte funcionó al pelo, "pero el destino estaba escrito y no hubo nada que hacerle. Métase en el cajón. Archivesé."

Es una constante. El edificio nos empuja, nos penetra, nos lleva, nos trae, nos sube, nos baja, nos arrastra la vida, nos inyecta, nos sucumbe, nos tradamus.

Aunque, no sé, no soy muy bueno con las predicciones, y después de todo tal vez no sea tan triste la vida en el edificio, es que me puse extrañamente dulce y melancólico. Sentí las tantas ganas de contar estas cosas y lo hice. Y las que vendrán. Las ganas de contar, un tesoro, o unas monedas, lo único que me sobra.

Ya salgo para allá, me voy, me retiro, pero ni salgo ni me voy ni me retiro solo, no, nunca estoy solo, ella siempre me acompaña. Siempre.

FLASH BACK CLANDESTINO.

Cambié de idea.

Suele pasar.

Me.

Cambia, todo cambia.

Decidí quedarme un rato más. Ella ya se había vestido para salir y me mira con impaciencia. Es tan esquemática que da calambre a cualquier hora. Y se viste tan mal. Casi siempre con su sombrerito pobre y el tapado marrón. No me importa, no debería importarme.

Decidí quedarme porque me acordé de pronto de aquel día en que pisé por primera vez las baldosas flojas del edificio y tengo miedo de olvidarme que me acordé de pronto y de que se me afloje la memoria.

Veamos.

No cualquiera accede al edificio, je, no es fácil la cosa, no es como agarrar una silla y sentarse a escribir una novelita. Je. No. La elección es muy estricta, plagada de vericuetos, trampas, triquiñuelas, obstáculos, zanjones. Aunque, pensándolo bien, suponiendo que es posible pensar bien, tampoco es tan difícil. Mejor me explico mejor.

Sucede que las normas que reglamentan el ingreso son las en verdad complicadas, casi una montaña de dificultades rejuntadas en un grueso volumen sin encuadernar titulado Normas Turras Para Complicarte El Primer Ingreso. Las normas son durísimas, imposibles de masticar, pero ocurre que al empleado que se ocupa de la selección del personal no lo seleccionó nadie, fue el primero en llegar aunque no muy temprano, y entonces ya es muy pero muy viejito y duerme poco y tose mucho al levantarse, tiembla todo todo el día y hace rato que peina canas en la comisaría en sus ratos libres. Y, por supuesto, ha olvidado las normas, ha olvidado cómo hacer correctamente su tarea, ha olvidado hasta su propia cara y confunde las cosas. Hace poco le pregunté.

–Oiga, Don Selector, usted se miró al espejo la cara que tiene.

–Sí que me acuerdo, cómo no. Espejo, Miguel Espejo, una buena chica, llena de inquietudes y lindas piernas, recién había salido de la colimba, la tomé en marzo al mediodía y le recomendé que se depilara.

Ya no refleja como antes, no es el mismo que supo ser cuando tallaba en piedra o en madera como el primer hombre fuerte del edificio, pero cuando me tocó a mí ingresar, ay mamita querida, Don Selector no era ni tan viejo ni tan olvidadizo ni tan accesible ni tenía ratos libres. Era astuto. Taimado. Cejijunto.

Aquella jornada inaugural es imborrable, la llevo grabada a fuego en mi memoria y cada tanto me salta una chispa. Procuraré contarla sin chamuscarme, sin llorar con lágrimas, sin que me tiemble el pulso.

oia qué me pa sa

No consigo arrancar. La nostalgia me envuelve, quiere hacer un paquete conmigo. No me jodas, nostalgia, dale, desatame.

Un poco más.

Listo. Gracias.

Todavía no había amanecido, ni siquiera había salido el sol en la ventana de la pieza cuando mi familia me despidió en la puerta, en la puerta del baño porque hacía un fresquete bárbaro afuera y éramos muchos entonces y nadie quería perder el turno ni por un ratito. Todos agitaban pañuelos, (como si yo aún fuera un mocoso) banderines alusivos y matracas fuera de lugar. Mi viejo trató de explicarle, pero mi mamá ya me había planchado el guardapolvo y entonces, toda almidonada, mientras me revisaba las orejas y otras zonas opinables, me largó una serie de preguntas y consejos, llevás todo, nene, portate bien, eh, te pusiste perfume, vení que te peino con la raya como a mí me gusta, dónde dejaste el peine, estúpido, fijate si tenés todo en la cartuchera, el pañuelo, nene, el pañuelo, te podrías haber cortado un poco mejor esas uñas, tengo que hacerlo todo yo, no te olvides de pedir permiso y decir gracias, gracias. Al final, en una pausa de su discurso, conseguí despistarla haciendo como que me iba y agarré el saco y me lo puse y me fui. Al menos había conseguido salir a la intemperie para tener la posibilidad de resfriarme como cualquier adulto con nariz. Ya en la calle, el perro del vecino de al lado quiso mover la cola pero yo miré hacia otro lado, hacia delante. Hice fuerza y me concentré, tengo que acostumbrarme a los pantalones largos, tengo que acostumbrarme a los pantalones largos, y así pensando marché rapidito hasta la estación. Creo haber sugerido que era invierno y pude deslizarme, mal que mal, sobre la escarcha y contra el viento. Disfrutando de mi libertad recién adquirida a precio de costo por liquidación de juventud, viajé por primera vez en soledad y por segunda o quinta vez en tren. Recuerdo cómo miraba por la ventanilla, uy, sí, y cómo me miraban las ancianas paradas en el pasillo. Todavía ahora, en ocasiones me duele la nuca. Es que yo trataba de descubrir el nuevo mundo mientras el tren me llevaba y los vendedores se entusiasmaban con sus ofertas en carácter de propaganda y por única vez y sigo entregando. Ya en la estación de destino, decidí caminar. Supuse que eso me vendría bien. Estaba nervioso, muy nervioso, tenso, muy tenso, y el edificio quedaba ese día a quince metros de la estación. Veinte a lo sumo. La caminata me tranquilizó. Llegué temprano y me costó mucho atravesar la primera puerta, la falta de experiencia me jugó en contra durante un rato largo, hasta que me puse canchero y me empujaron y llevaron en andas y me metieron adentro. Cuando conseguí que me atendieran y pude decir a qué venía, alguien muy amable esbozó una sonrisa y me señaló un banco. Esperé afuera, parado pues el banco permanecía cerrado todavía. Al tiempo mi ropa comenzó a arrugarse y entonces vinieron los del Servicio, me agarraron del forro del saco y me hicieron pasar discretamente al sector de lavado y planchado. El trámite allí fue bastante rápido y espumoso y luego, con el entusiasmo bien emprolijado, regresé a esperar. El banco ya había abierto, así que entré y me acerqué o me acercaron al mostrador, allí llené un formulario y deposité mi cuerpo, me puse bastante cómodo entre la multitud que había llegado antes. Dada la inquietud que me embargaba, con el ánimo en vilo, la somnolencia vino enseguida y aproveché para dejarla venir y echarme un sueño reparador. Cuando Don Selector me mandó llamar ya había soñado muchas cosas distintas a las que solía soñar cuando soñaba cosas lindas, algunas hasta me habían hecho despertar gritando y me había sudado encima y arrugado de nuevo. Al incorporarme noté que mi estómago se manifestaba hambriento, que mi lengua se había secado, que mi espalda no conseguía enderezarse del todo, y así enfrenté la primera entrevista. Al entrar al despacho un reflector me alumbró los ojos, pero me acostumbré pronto.

Al finalizar la eternidad, mientras en sus manos un papel se convertía en bollo, dijo Don Selector.

–No busque, silla para usted no hay.

–No, si yo me lo imaginé.

–Ya empezó mal.

–Quise decir que, nada.

–El guarda informó que no causó problemas. Eso es positivo.

–Guarda, qué guarda.

–El guarda del tren, jovencito, qué otro guarda conoce usted.

–No, no, sí, sí, el guarda del tren, claro, sí.

El bollo de papel voló hacia el tacho de basura, y salió por la ventana.

–Lo negativo es que el informe agrega que usted miraba mucho por la ventanilla, algunas ancianas vinieron a quejarse por ese motivo, y lo que es peor, denigrante para el edificio, usted sacó boleto de ida y vuelta.

–Sí, es verdad, lo reconozco.

La entrevista se vio interrumpida por un señor alto que entró al lugar con el bollo envuelto como para regalo, lo colocó en el cesto y se marchó.

–Otro punto en contra es que no se lo ve muy presentable, debió haberse afeitado, planchado un poco.

–Pero si me afeité, lo que pasa es que...

–Está bien, se lo dejo pasar. Hábleme de usted, es muy importante, fundamental diría, el conocer perfectamente a las personas que pretenden acceder a este lugar. Dígame, qué expectativas tiene.

–Ay, qué sé yo, me agarró por sorpresa, qué lástima no tener una mamá a mano, ni siquiera un diccionario. Expectativas con x dice usted, yo..., uy, en realidad no tengo ninguna expectativa....

–Bien muchacho, listo, firme acá abajo donde no se lee nada. Se me afeita y mañana empieza a venir. Y báñese.

–Mañana. Qué bien, la emoción me hace cosquillas, casi como que me duele. Ahora digo yo una cosa, quisiera hacerle una última pregunta que mi papá me dijo, no se vaya usted a molestar...

–Ya me está molestando, caballero.

–Mañana entonces.

–Sí, mañana. Pero ahora, antes de irse, el bollo.

–Ah, perdón, claro, el bollo, ya se lo alcanzo.

Lo busqué en el canasto y se lo entregué. Don Selector se esmeró en mejorarle la calidad, lo puso en una balanza y pareció conforme, me dio una conferencia sobre el viento y su influencia en las corrientes de aire, y luego apuntó hacia el cesto durante unos minutos y más luego efectuó el lanzamiento.

El papel atravesó raudo la ventana.

–Qué lo parió con esta ventana de mierda. Y estos bollos que ya no vienen como antes. Descuide, ya me va a salir. Qué mira, váyase.

Me fui. Me costó salir, eran tantos los que entraban para adentro que semejaban un multitudinario pleonasmo. Pero yo estaba contento como un barrilete, y algo ansioso por regresar al edificio, mi edificio.

No volví enseguida a mi hogar. Me sentía un hombre con todas las letras, incluida la h que acababa de descubrir, y quería que todos lo supieran. Elegí un quiosco atendido por una hermosa chica, le calculé mi edad y aún tengo la duda. Allí me compré mi primer atado de cigarrillos, y dame también unas pastillas de mentol, un peine de bolsillo, unas ballenitas, ah, casi me olvido, dame un lindo llavero, creo que nada más, ah, sí, qué cabeza la mía, hay otra cosa que necesito para esta noche, unos forros, dame por favor unos buenos forros de los más grandes que tengas, eh, qué cosa, cómo decís, sí, sí, claro, son para el colegio, está bien, azules, sí, azules están bien, ah, tenés razón, mejor llevo también un encendedor, dame cualquiera, total. Pagué con el billete que mi papá me había regalado y esperé el vuelto. Recibí unos caramelos, un montón así de caramelos de colores, qué dulce sos, pensé en decirle a la bella. Muchas gracias, le dije. Caminé hasta la esquina, esperé que el semáforo me autorizara aunque igual miré hacia ambos lados, y crucé la calle por la senda peatonal. Me senté a fumar en el pastito de una plaza, la que estaba justo enfrente. Las palomas no erraban ni un tiro y el sol tibio me acariciaba, lindo el sol mientras yo fumaba y fumaba, tosía y tosía, muy lindo el sol, muy lindo, pero yo qué sabía.

Esa noche hubo fiesta en casa. Una fiesta inolvidable. Comimos. Quiero decir que comimos todos sentados a la mesa con mantel y hasta nos dimos el lujo de usar los cubiertos de siempre y me dejaron tomar un poco de vino con mucha soda, no vaya a ser cosa que al otro día anduviera con resaca, ¿con lo qué, papá?, quise aprender. Recuerdo que mi padre me palmeaba y decía qué lo parió con el pibe, parece mentira, si hasta ayer nomás se meaba encima, con orgullo lo decía, y con la boca llena, compartiendo migajas, y mientras tanto mis hermanitos se repartían mis juguetes y pañales. Mamá iba y venía con la sopa, y cómo lloraba, pobre, se había quemado. Fue una hermosa, inolvidable velada, es que nos habíamos atrasado con el pago de la luz, pero ahora iba a ser distinto, ya lo vas a ver, decían mis hermanitos con los ojos mirando para el lado del futuro. Seguramente debido a mi estado de ánimo gocé de una digestión muy ruidosa. Luego me acosté y no pude desvelarme ni cinco minutos, dormí muy bien, todo de corrido, como un lirón con somníferos. No me acuerdo qué soñé, me parece que ya esa noche no soñé nada. Al día siguiente, la grúa llegó puntual a levantarme y, recién duchado, afeitado y planchado, debuté en el edificio. Tenía tantos planes que, mientras desayunaba, me había hecho un plano de los planes. Al arribar me vacunaron enseguida. Pensaba que ya el trámite de ingreso había sido cumplido, así que me aboqué de lleno a mi trabajo. Cada asunto que me llegaba era despachado con diligente esmero mientras me ilusionaba con que el éxito de cada tarea me catapultaría hacia un meteórico ascenso, como que se me iba a cumplir bien pronto el sueño del pibe y los anhelos de mi vieja, de mi vieja esperanza de triunfar en la vida y así convertirme en un elemento útil, mejor pongo imprescindible. Ese cúmulo de ilusiones una tras otra sucedió hasta que, a los dos o tres minutos sin descuento, entraron a mi oficina unos señores muy amables y grandotes y, después de escupir sobre el cartel de Prohibido Escupir, me explicaron sin ahorrar saliva, con gestos ampulosos y algo desmañados, y no me dolió demasiado fuerte y casi no me quedaron secuelas visibles y no lloré nada, un poco sí, pero cuando ellos ya se habían ido casi del todo. Realmente sentí que había crecido de golpe, o a los golpes, no sé. Enseguida me adapté a los moretones y a lo que el edificio requería de mí y al tiempo me confirmaron en mi puesto, aunque sin aclararme hasta ahora de qué puesto se trata. Pero no me puedo quejar, mi situación no difiere de la del resto, por supuesto.

Qué más puedo decir de estos hechos que me inauguraron en el edificio. Solamente dejar constancia y agradecer que mis expectativas con x de aquella lejana jornada se han cumplido con creces.

La corto acá porque ella ya hace un rato que anda con un puñal en la mano y los ojitos le brillan, se ha levantado y camina de aquí para allá yendo de la cama al living, parece inquieta y sigue tan mal vestida como antes y abrió la puerta y me mira.

Qué mirás vos.

Todo te molesta.

Va de nuevo.

Ya salgo para allá, me voy, me retiro, por lunfardear un poco agrego me las pico, me tomo el raje, pero ni salgo ni me voy ni me retiro ni me las pico ni me tomo el raje solo, no, nunca estoy solari, ella, como una fiel percanta que me amuraste, siempre me acompaña.

Dale, vamos.

Vamos, dije.

Qué te pasa ahora.

No me digas que.

Por qué no querés ir.

Mirá que sos, eh.

Qué se le va a hacer.

Así es ella.


Así.

jueves, 30 de junio de 2011

Presentación de "La Ciudad después del humo" de Mario Capasso

Presentación de la novela La Ciudad después del humo, de MARIO CAPASSO, con prólogo de Sergio G. Colautti, editada por MARTELLI Y LÓPEZ EDITORES (que con esta obra inicia su inserción en el mundo del libro de nuestro país con una colección dedicada a difundir buena literatura, en cuidadas ediciones).

Palabras a cargo de Federico Jeanmaire, escritor, y de Ezequiel Acuña, periodista. Numa Viard, locutor nacional, leerá fragmentos de la obra. El evento será conducido por Belén Castellino.

La Ciudad después del humo es el cuarto libro de MARIO CAPASSO. Su novela El edificio y el volumen de cuentos Piedras heridas –2do. Premio, año 2003, del Fondo Nacional de las Artes– serán traducidos y publicados en Francia por EDITIONS LA DERNIÈRE GOUTTE.


Jueves 21 de julio, a las 19 hs. (Puntual)

Sala Augusto Raúl Cortázar

Biblioteca Nacional

Agüero 2502

sábado, 23 de abril de 2011

"La Ciudad después del humo" en la 37 Feria del Libro








La Ciudad después del humo en la 37 Feria del libro

Palabras antes del humo - Sergio Colautti

Tan inquietante como necesaria en la experiencia literaria argentina de estos años, la novela de Mario Capasso se deja interrogar por su naturaleza: ¿qué es? ¿Una profética humorada? ¿Una ácida mirada sobre el sitio del hombre en la hipermodernidad? ¿Una ironía lacerante que instala al lenguaje como única y provisoria posibilidad de ser en la intemperie? Tal vez las tres cosas y más: el despliegue narrativo se abre a la pluralidad de la recepción pero no deja pasar, en ninguna lectura, el estruendoso patetismo de un relato que objetiva el dolor, que naturaliza la tragedia y nos deja solos, perplejos, ante la desnudez de la indolencia.

El lenguaje, verdadero centro gravitacional del texto, abandona su descripción plana para diseminarse en otros lenguajes: descubre y redescubre paisajes y situaciones, insinúa perfiles no advertidos por la mirada convencional, construye escenarios que el realismo no suele desafiar; se deja atravesar, además, por la experiencia total del idioma: el fraseo del tango, del rock, de la costumbre callejera, de la invención literaria o artística, de la memoria histórica o política, en fin, de la cultura en todos los pliegues posibles. Así, Capasso logra un doble movimiento sorprendente y eficaz: focaliza lo verosímil para hacerlo narración, para contarlo desde su humor incisivo y su irónica indagación del vínculo entre la Ciudad y sus hombres, y a la vez recupera a cada paso las esquirlas, los retazos y los bordes de la memoria cultural. Desde ahí escribe Capasso, que, como ha escrito Federico Jeanmaire, «se siente cómodo en ese lugar tan incómodo, en los márgenes, en los límites de la escritura misma». Un cruce de textos en el que nace su texto: un humo convertido en lenguaje y un lenguaje que, desesperado, convoca a todos los intertextos que le dieron sentido durante siglos y que parecen acabar con ese último hablante.

Una inminencia del silencio late en cada frase del narrador, por eso la desmesura de sus párrafos generosos y la ebullición de subordinadas, que contrastan con el laconismo cerrado de sus frases conclusivas: una respiración que teme dejar de ser, una voz que presiente su afonía…

En un pasaje, el narrador desea ser gorrión y decir la palabra «nido» y «sugerir que estoy queriendo significar otra cosa, o que el nido esconde un secreto cuya revelación es imposible»; esa relación entre las palabras y las cosas viene a decir lo que el espacio literario es en la narrativa capassiana: un humo que deja ver mejor, un espacio extraño y a la vez cotidiano, donde se vislumbra, no sin escamoteos, el latido más real del hombre urbano que sobrevive, como puede, a sí mismo y a sus propios días.

Tal vez el humo sea el borramiento de lo real, el desdibujamiento de todo lo visible, el espejo esperpéntico que nos permite ver diferente para ver más; la escritura no sólo describe la Ciudad después del humo, también la inventa, pero para comprenderla mejor, para indagar sus formas ocultas, sus recovecos, para saber de su invisibilidad. El pasaje que reúne a Sartre y Camus no es casual y opera del mismo modo en que cada registro de la novela decide significar; peste y angustia, en este caso, resemantizados para hablar del humo invasor y sus efectos.

La Ciudad después del humo parece escrita desde un territorio que cobija sin colisiones lo culto y lo popular, un sitio de cruce entre lo universal y lo local: una pesadilla de Kafka escrita en el tono melancólico de Cátulo Castillo.

El final del relato, expandiendo esa pesadilla, esa herida absurda, esconde una de sus zonas más brillantes: un bombero ensaya una explicación del incendio inscripta en el itinerario bíblico; el discurso se inserta con admirable eficacia en la construcción literaria, pero, además, se abre a su sentido existencial, siempre presente en el texto pero, en el aliento último de la escritura, más decisivo para decir la conmovedora desolación del hombre frente al cosmos en llamas, tan indiferente a su destino, ahora que se ha quedado sin Ciudad, sin perro y sin palabras.

domingo, 17 de abril de 2011

La Ciudad después del humo

Durante el auge de esa temporada ahumada, que careció de semejanzas y muchedumbres, caracterizada entre otras curiosidades por una decadencia dispar, sin un acuerdo previo al que aferrarnos, asumiendo la actitud que se nos antojaba en el lugar menos indicado, todos nos doblamos en menor o en mayor medida y tosimos como bestias.

Las toses impusieron su lenguaje, un lenguaje sin límites ni costumbres, con los antecedentes por el piso.

Una tos no significaba lo mismo que otra tos.

La longitud de las expectoraciones quería significarnos algo que apenas imaginábamos o jugábamos a ignorar o poníamos bajo sospecha.

En lo que respecta a la anchura de algunas partes del invasor, se generaron varias quejas, en especial desde el bando receptor.

Todo se oscureció.

Muchas fotos se velaron o fueron apartadas.

Los días y los lugares se enrarecieron de una manera extraña.

Determinadas palabras comenzaron a designar objetos inexistentes.

Y ni hablar de nosotros, los ciudadanos de a pie juntillas, que andábamos de acá para allá perdidos en la noche, como exilados en la neblina. Así, totalmente deshermanados, conformábamos una manga de parias ojerosos sin otro destino que la baldosa siguiente y el siguiente bache, según murmuraban algunos, los que más erraban o los que fallaban al dar los pasos y tardaban en volver a la superficie.

A lo sumo, si las circunstancias se presentaban favorables, íbamos por ahí tragándonos las bocanadas y simulábamos ser simples transeúntes sin preocupaciones y nos mirábamos o creíamos mirarnos sin reconocernos, inmersos en la levedad que la humareda nos producía.

Lo dicho. Vagábamos como parias condimentados con grumos de tamaños diferentes y sin ninguna suspicacia admitíamos, en especial en los pasajes sin salida o en las estaciones de subte en las que apenas se podía respirar y costaba un sofocón el bajarse o el subirse, que de seguir así de ahumados por el transcurso de la vida pública, se nos caería el pelo a montones y a los pocos metros agregábamos que, si queríamos conservar la cabellera con o sin motivo, bien pronto debíamos cambiar de loción para después de la afeitada o de crema depilatoria para antes de la pasadita letal para los pelitos.

Fragmento del Capítulo 1: Algo revuelve el avispero de la novela "La ciudad después del humo" de reciente aparición

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mario Capasso lee en "La subasta"

Mario Capasso anticipa un fragmento de su próxima novela a publicar en "La Subasta" Café Literario coordinado por Norma Padra el 18-09-10

sábado, 14 de agosto de 2010

El Edificio - Capítulo: Escaleras



Las escaleras del edificio tienen baranda. Por cierto y comprobado y la gran flauta dulce que tienen baranda, y no sólo a los costados que sería lo de menos, las sobrevuela un tufo que envidiaría el basural más presumido.
Durante el mes de Julio no hay mayores problemas, las instrucciones recibidas nos facilitan tanto el ascenso como el descenso. Pero antes y después, transitar las escaleras de por aquí adentro es una operación compleja, algo así como la tabla del siete, digamos, o como la tabla del surf. Es que los peldaños hacen de las suyas, son como duendes traviesos, como hadas que han perdido la cabellera rubia con trenzas, la varita y el recato, se escabullen bajo las suelas de nuestros zapatitos de raso, saltan, se menean, columpian, se burlan de nos, varían de tamaño los muy inestables y juguetones, se disfrazan de pequeños peldaños para sorprendernos a cada intento de paso bien dado. Tirarse por la baranda es una opción para evitarlos, si es que uno está lo suficientemente apurado o tan enyesado que no puede caminar como la gente, como la gente que camina. Pero nadie aquí, que yo sepa, se tira por las barandas a menos que crea que el SUPER lo persigue, o que se viene la inundación, o que hay una orden dando vueltas, o que vienen los malos. Una vez, quisiera acordarme ahora de quién fue la iniciativa pero no encuentro el palo de matar, intentamos fumigarlas, y lo logramos, sí, claro, fue bastante fácil y logramos fumigarlas, pero la actitud de las escaleras, indiferentes a nuestros deseos y a las fumigaciones, no varió salvo en el hecho de que el olor en ellas se intensificó, en ellas y en nosotros y en nuestras ropas y en nuestros besos, con lo cual concluimos en que las escaleras de por aquí son rencorosas, vengativas, unas guachas.
En el edificio hay escaleras para bajar y escaleras para subir. Lo difícil tirando a improbable casi imposible, es reconocerlas a primera vista, pues a primera vista parecen muy iguales las muy parecidas, y el olor es la misma podredumbre en ambos sentidos. Pero algo las delata, sutiles diferencias alcahuetas, detalles al menudeo que sólo con el tiempo de recorrerlas a regañadientes se logran advertir sin que el esfuerzo nos haga doler los ojos ni rechinar los dientes. Es que por ellas se sube y se baja sin saber con claridad si cuando se sube se sube y cuando se baja se baja. Lo recuerdo y me resiento, ay, sí, recuerdo una vez haber subido y subido siempre para arriba, vamos, vamos, un pie y luego el otro y luego un pie, a no aflojar que vienen degollando, pata y pata, vamos que usted puede, no sea maricón, carajo, dele que te dele como un alpinista en pleno auge ascendente, como un globo rojo que se ha escapado de las garras de su niño, en franco ascenso, escalón por escalón con el viento a favor, dosificando la respiración piso sobre piso, y ahora el otro pie, pibe, el otro te digo, sin detenerme en ningún descanso para no desorientarme, rogando no verme atrapado en un embotellamiento y yo sin documentos, y así subí y subí, qué manera de subir, enfrascado como una mermelada en mi objetivo superior, suda que te suda, gotas gordas y gotas flacas, gotas agotadas, entusiasmado como un beduino novato en busca de su oasis prometido, y todo este esfuerzo puesto en ascender para arribar no arriba, otra que arriba, no, para nada, muy por el contrario, al final del ascenso llegué fatalmente y sin mayores tropiezos al subsuelo de abajo, al sótano inferior en el que, para colmo de la desdicha ajena, entré a los tumbos y sin darme cuenta para allí sí, una vez acostumbrado a la penumbra, tratando de agarrarme a una sombra, tropecé contra un desenvuelto jabón, caí profusamente, hice un batifondo bárbaro e interrumpí una sencilla y laboriosa y emotiva fiesta privada en pareja. El chabón, sin abrocharse en lo más mínimo, me gritó que por qué mierda no me fijaba adónde carajo subía, y por qué no te rajás ya mismo, ya mismo, entendés, o querés que te rompa el culo a vos también, eh, eso querés, y mientras el tipo gritaba y se sostenía el grito con la mano, a cada instante menos duro, la mujer también gritaba, presumiblemente a él pero yo qué sabía, dale boludo no le des bola dale vos seguí seguí te digo no parés justo ahora que la tengo en la puerta y si parás se me muere y me muero. Más o menos así vociferaba ella, a voz en cuello, a vos qué carajo te importan nuestras desavenencias, me dijo luego, con lo cual no supe a qué postura atenerme. De repente, el silencio es dorado. Se produjo un momento de meditación que aproveché para seguir sudando con un ímpetu bárbaro y un chivo que para qué te cuento. Por eso o no sé por qué quedamos los tres frente a frente, como en éxtasis, en una especie de letargo místico, o ella estaba de espaldas y me miraba, o yo creí que me miraba hasta que el insoportable arruinó la escena y me increpó, qué mirás vos, acaso nunca viste. La tensión del momento comenzó a crecer, un metro, dos metros. La situación se tornó pesada, un kilo, dos kilos, hasta ser prácticamente insostenible, y ahí la largamos prácticamente los tres de golpe. El ruido de la situación al caer atrajo la atención de algunos viajeros que deambulaban por las escaleras, y luego los atrajo a ellos también y comenzaron a llegar munidos de sus respectivos cuerpos. La fiesta no duró hasta muy tarde, unos pocos días duró, según pude averiguar después, una vez superada la etapa de la convalecencia. La festichola se alargó varias veces hasta que el último rezagado dijo, bueno, vamos, terminemos todos juntos, a la voz de aura. Y entonces a la voz de aura dimos las hurras y nos dimos los nombres, y nos preguntamos, che, decime, vos de qué signo sos, siempre subís a este sótano.
No hay vueltas en el asunto, está comprobado, transitar con algún tipo de éxito las escaleras es casi una cuestión de fe, por eso hay que hacer una promesa, confesar que no la vamos a cumplir, opinar públicamente que los milagros ocurren, tirar las muletas al incinerador, prender una vela y creer que si pretendemos subir conviene agitarse antes de usar, transpirar la camiseta y resoplar, sin que la vela se apague, por supuesto. Y si queremos bajar es menester agarrarse de donde se pueda para no caer y golpearse malamente, pero en estos casos es aconsejable dejar la vela en el piso, si es en un rincón, mejor.
Felizmente, en las escaleras hay descansos, grandes, extendidos, prolongados descansos, qué sería de los moradores del edificio si no existieran. En ellos se cruzan a veces los que pretenden no bajar demasiado bajo contra los que se matan por subir bien arriba, y entonces se produce el recurrente embotellamiento. La duda que se presenta en estas ocasiones, una de las dudas, es la que consiste en determinar cuál de los dos grupos se encuentra en la escalera que le corresponde, si se va bien encaminado o si se está siendo víctima de alguna ilusión óptica del destino. En consecuencia, sin intermediarios se arma la discusión, y en la discusión se pierden cosas, la billetera, el reloj, alguna que otra medallita de la suerte, el paquete de pastillas sin empezar, el tiempo, y también se pierde el sentido de ubicación, y así resulta que con mucha fortuna o con violentos espasmos, a los dos o tres días de disputa, alguna mujer de vida airada se anima por fin a vencer su propia vergüenza y grita bien fuerte, casi con un desgarro de la garganta, con voz profunda.
–Che, che, paren un poco la mano, manga de onanistas a la deriva. Que alguien confiese si sabe o intuye o supone en qué descanso de qué escalera de qué piso nos estamos disputando la supremacía.
Con un intento no alcanza para acallar el bullicio acompañado de desmanes, pero por el quinto o sexto ya estamos capacitados y reparamos en la que hace como diez minutos que está gritando, y ahí nomás observamos lo fuerte que está la señorita que para colmo ha gritado con la boca abierta y sigue así, y entonces a los hombres se nos para la dialéctica. Enseguida, todos, sin distinción de si uñas pintadas sí o uñas pintadas no, paramos de discutir y nos paramos, si es que estábamos sentados. Casi siempre la sinceridad o la sorpresa o la poca voluntad o todo junto u otra cosa que vaya uno a saber, nos hace contestar que no, que con todo ese quilombo que se armó entre los que querían subir y los que se iban cada vez más abajo, se perdió un tiempo preciso y precioso y no sabemos dónde precisamente nos encontramos desubicados en ese preciso momento. Entonces nos miramos y no nos reconocemos, como desorientados, viste, qué sé yo, confundidos en medio de la confusión. Ante este cuadro de situación nadie se atreve a poner un marco y se hace impostergable la erección, digo la elección de alguien que guíe nuestros pasos atascados. Y si los que tienen la sartén por el mango nos dan el O.K., comienzan las campañas electorales para elegir lo que vendrá. Es que resulta obligatorio, va a tronar el escarmiento, señores, basta de demoras inconsultas, basta de consultas demoradas, el futuro es nuestro por prepotencia de patotas, alguno debe hacerse cargo de la siempre lastimosa penosa onerosa situación heredada y prometernos alcanzar un destino de grandeza. Hay que resolver, eso sí, sin más tardanza, che, mirá la hora que es, dónde diablos nos estamos alborotando y hacia dónde cuernos nos dirigíamos cuando nos encontramos varados en este descanso de alguna escalera perdida en el edificio, con el gravoso agravante de que hemos olvidado el propósito original de nuestro paseo y nos observamos de reojo y nos escuchamos de reoreja totalmente despistados, hasta que al fin, luego de violentas discusiones internas,  al menos dos de los más discutidos, ya decididos, aprovechan la indecisión de los indecisos y deciden juntar algunas firmas con la excusa de que todo tiempo pasado fue peor y fundar ahí nomás, en medio de la hecatombe entre peldaños, con la desesperanza paseándose de lo más donosa, su propio partido político de paso por las escaleras. Y a continuación o a las dos de la tarde se elaboran plataformas de lanzamiento, y se construyen tarimas, y se pintan las paredes, y se revolean panfletos, y se hornean empanadas, y se fabrican pancartas, y se escriben cartas prometiendo pan, y se reparten migajas. Los candidatos no se agachan y exponen sus ideas con encendidas arengas, no sin antes asegurarse de que las mangueras estén al alcance de la mano, por si las chispas.
Van a hablar los candidatos, ustedes se callan, nos dice el maestro de ceremonias, tan ceremonioso él. Tan amaestrado.

Discurso típico de los que quieren subir.

Hola. Hola. Suban los agudos. Listos. Ya.
La razón y el sano juicio nos indican que debemos subir, girar por las buenas o por la fuerza hacia la derecha y subir, siempre subir. No todos por supuesto, un momentito, ustedes todavía no, sólo los más aptos y bien nacidos suben primero, y luego mandan llamar a los otros, a la inmensa mayoría que debe permanecer a la espera del futuro promisorio para los hijos de los nietos. No es prudente ni tenemos permiso para un ascenso generalizado por los pisos del edificio, el peso de una turba semejante haría temblar los cimientos del mismo, se produciría entonces una desconfianza más que justificada de los benefactores de afuera, ellos dudarían de la solidez del establecimiento y así los primeros perjudicados serían los de las posiciones inferiores, o sea ustedes. Una vez que los pocos elegidos hayamos subido y convencido a nuestros protectores de afuera que la multitud aguarda tranquila y confiada, ellos nos darán el permiso para que los que esperan puedan ajustarse a sus sillas y así seguir esperando sin sobresaltos ni saltos al vacío, cómodamente instalados y amarrados con el cinturón de seguridad y con la escafandra bien colocada. Tomemos el ejemplo del SUPER, Él está arriba, bien arriba, tan arriba que nunca lo vemos, tal vez esté tan arriba como abajo, es cierto, eso no lo sabemos con certeza ni sin certeza, pero supongamos lo más probable, ha subido y nos aguarda en el trono junto a su familia, en su propiedad, esa es la tradición. Si me eligen, cosa que descarto por el bien de ustedes, treparé por Él para contarle de vuestras vidas abnegadas y serviles y para pedirle que nos tire una soga que no apriete demasiado, que nos deje un resquicio para respirar. Entonces, gente decente y pacífica y conservadora, a la derecha y pum para arriba.

Discurso típico de los que proponen bajar.

Hola. Hola. Bajen los agudos. Listos. Ya.
Yo les propongo bajar, poner el corazón al sur y bajar, pero no en atropellada carrera, sino todos juntos tomaditos de la mano izquierda, como nenes de jardín y hasta un punto en que luego, poco a poco, sin apretujamientos estériles, el ascenso se presente como posibilidad cierta y pareja para todos. Nuestros enemigos, arribistas declarados, nos hablan con letra chica, pretenden meternos el perro entre las patas, subir ellos en soledad para convencer a los benefactores de afuera. Pero por favor, no me hagan cosquillas que se me abre la herida. Nada más equivocado. El pueblo unido jamás será convencido. Reconocemos que le debemos mucho a los benefactores, tanto les debemos que no podemos pagarles sin que ellos nos presten más y más atención, de forma que es como tratar de erotizar a un jabalí con una pulga, qué digo un jabalí, una cadena de jabalíes sin domesticar, como colocarnos una cadena alrededor del estómago y que nos anude hasta los intestinos. Por eso yo les propongo bajar, descender, profundizar, erosionar las escaleras y, una vez agrupados abajo, acampar junto al lago, hacer una fogata y guitarrear. Y después, todos en ronda negociar con la fuerza que nos dará la unión conseguida. O no negociar en absoluto, y andá que te garpe Lola, si es que los habitantes de esta parte de las escaleras deciden eso. Camaradas, nada de camas, a la izquierda está la luz de un mañana sin ayer, de un futuro con igualdad para todos. O algo por el estilo. El único camino posible es el que baja para subir y que no deja a nadie a un costado y que ya se viene, no hay forma de que alguien lo detenga. O eso.

Durante la campaña se siembra como en la campiña, los candidatos germinan como yuyos y no se cansan de sonreír y repartir abrazos y chanchullos a diestra y siniestra. Linda sin grupo es la parte de los vinos, al menos es la que yo más disfruto, sin distinción de razas, o disfrutaba, porque, hic, una vez, hic hic, pero para mí que estaba pasado, el vino, digo ¿yo? Hic. No sé, puede ser, muy bien no me acuerdo, tenía un pedo que. Y después nace el tiempo de la votación, llega y trae una urna bajo el brazo, los pechos se nos hinchan de satisfacción y con el sufragio resucita la esperanza, los muertos resultan que son unos vivos, abandonan un ratito la comodidad de sus moradas y llegan en tropel para participar cuatro o cinco veces de las elecciones, que a veces se complican porque faltan boletas en el cuarto oscuro o porque los fiscales se meten a olisquear en el cuarto oscuro o porque se carece de cuarto oscuro. Luego del escrutinio, en el que el padrón femenino se lleva la mejor parte, pues las mujeres aducen problemas hormonales que les impiden contar, cada uno de los participantes debería festejar o ponerse triste o abstenerse o no sabe, no contesta, aunque lo más probable es que con toda la emoción de los discursos y las elecciones, en medio del desbole del recuento de votos, el transeúnte común y corriente se haya corrido de su posición original y olvidado hacia dónde se dirigía al comenzar el debate, y por eso ya no sabe si festejar y bajar los brazos o ponerse acongojado y alzarlos. En todo caso, el final de la pulseada es siempre el mismo, al candidato que ha cantado victoria, ahora convertido en depositario de las renovadas ilusiones, no le tiembla el pulso y nos pide que hagamos el redoblado esfuerzo por última vez, que ahora es en serio, che, que no, que la otra vez hubo problemas porque no sé y el futuro se malogró porque la nieve se descongeló antes de lo previsto en el presupuesto, o después, o que la cosecha, o que el calor, o que la caza de cocodrilos, pero que ahora es distinto, ahora es en serio y hay que mirar hacia adelante mis valientes, que no seamos cagones, y que tratemos por enésima vez de confiar en él y los suyos, y los suyos nos alcanzan sillas reforzadas con acero reforzado para que la espera no resulte tan cansadora. Y entonces, correcta y pacíficamente ubicados, quietos, a no moverse, che, vemos como el elegido comienza a ser afectado por la clásica amnesia al estofado, se va de visita al país del nomeacuerdo, se lo ve poco y casi no habla, se rodea de un círculo redondo, nos demuestra con el ejemplo que la familia sigue siendo la célula fundamental, que la caridad bien entendida empieza por una casa grande, renueva la expresión de su cara, se desarruga, se deja los bigotes o se los afeita, se tiñe el pelo, cambia el auto por los autos, se casa o se divorcia, en fin, cambia la hoja del discurso, dice no se vayan que ya vuelvo, dejé la billetera en marcha, y desaparece de la escena, nos baja el telón. Luego, cada uno de nosotros se las arregla como puede, naufraga entre bambalinas y lo más seguro es que crea elegir subir, pero no tardará en darse cuenta que baja, siempre baja.
Cuando se produce la siguiente elección, si se produce, el candidato que había ganado la vez anterior se propone reincidir y explica con lujo de detalles qué nuevo motivo tienen ahora los habitantes atascados en las escaleras para votarlo, y al oír la explicación del por qué se fracasó, ojo, dice el fulano que quiere volver, se fracasó en apariencia, insiste, y cada oyente se queda primero extasiado, con la boca abierta en silencio, después duda, se pregunta qué hice yo, si a mí no me invitaron, y al rato no comprende muy bien el razonamiento del reincidente pero hay algo que lo seduce, no sé, la manera de hablar, la forma de moverse en el escenario, cómo se agarra al micrófono, no sé, son muchas cosas que influyen, y luego el que escucha permanece meditabundo como una estatua bajo la tormenta, y al final sufre como un bolo fecal, se siente culpable de que todo haya salido tan mal en el pasado, y agarra una piedra y se golpea dos veces con ella. Tropieza. Tropieza. Y parece mentira, pero a veces resulta que vuelve a ganar el que había ganado antes. Pero si pierde es lo mismo. En realidad, gane quien gane, ya sea en las escaleras o en los pasillos, en los baños o en los despachos, en el edificio siempre es lo mismo, siempre lo mismo cada hora de cada día de cada jornada. Siempre.
O no tan siempre.

CÓMO TRIUNFAR EN LA VIDA.

Esta historia me la contaron durante una noche nublada, tal vez resulte un poco oscura, trataré de despejarla. Yo estaba bajando y me detuve a cambiar de idea en el tercer escalón de una escalera de las que te llevan para arriba. O habrá sido exactamente al revés, qué sé yo. Ahí me dijeron, qué hacés, atolondrado, y luego me contaron que.
Que resulta que, no se sabe ya cuánto hace, seguramente mucho tiempo atrás, uno entre tantos de los que andaban por allí, tan paupérrimo e infeliz como cualquiera, al ponerse un parche en el ojo se dio cuenta, decidió probar fortuna y, sin pensarlo demasiado, estableció su negocio justo en el lugar en que me estaban contando. El primer intento del fulano fue vender departamentos. La imposibilidad de exhibir muchos en el lugar, no impidió que lograra vender una gran cantidad y así ganó una masiva, incluyendo los impuestos, cantidad de dinero en pocas semanas, o meses, o minutos. Entonces, qué le vamos a hacer, tuvo que hacerse famoso por imposición de las mayorías, abrir cuentas de sumar y de multiplicar en otros edificios, salir desnudo en las tapas de revistas especializadas en chismes de ricos, mirar a la gente en sus caras, bañarse casi todos los días, espantar mujeres como si fueran señoras. La reputación obtenida con los departamentos no lo desanimó, se asomó al balcón con vista a la calle, arengó a las multitudes que lo aclamaban y les dijo, esto no puede seguir así, imagínense, a dónde vamos a ir a parar, y decidió probar con otros rubros. Autos de todo tipo, caballos de carrera con todo tipo de jockeys, salames de los dos tipos. De los dos tipos que lo ayudaban, no hay mayores datos, menores tampoco. Lo cierto es que este comerciante de las escaleras no podía evitar el éxito y la prosperidad consecuente, su cuenta corriente corría y corría, a galope tendido, sin detenerse en ningún pago chico. En consecuencia, el perjudicado no dormía tranquilo, o mejor insinuado, no dormía en absoluto ni en la cama, consumía pastillas de frutilla a toda hora y nada, che, nada, no puedo pegar un ojo, ni siquiera los dos. Hasta que, mientras el insomne contaba y contaba billetes, descubrió uno falso e hizo un falso movimiento y recordó que era su verdadero cumpleaños y así, de casualidad o por esas cosas de la vida o de la muerte, descubrió el filón y se cortó solo. En ese momento su negocio iba viento en popa, estaba triunfando con la venta de barcos de todo tipo, no le alcanzaban los timones para manejarlo. Decidido a jugar la última carta, tiró el mazo por la escotilla, liquidó las existencias con agua y puso el gran cartel que anunciaba lo que iba ser el rubro definitivo, TODO TIPO DE ARTÍCULOS DE REGALO, y entonces, a partir de la genial innovación, cada cliente llegaba, saludaba o no, eso según la cara del cliente que recibía la razón y luego elegía una o dos cosas, mejor deme tres, o esa cuarta cosa que tiene allá arriba, no, no, la de al lado, esa, y después agregaba muchas gracias por los todo tipo de artículos de regalo, o no agregaba nada y se llevaba los paquetes doblado pero en silencio. Con el paso de los aniversarios el negocio prosperó y logró fundirse adecuadamente. Recién entonces el afamado mercader volvió de lo más contento a su despacho y a sus quehaceres de antes.

LA GUERRA Y LA PAZ.

Mala, muy mala fue la época de la guerra en las escaleras.
Espero que nadie me pregunte esta noche cómo comenzó, por qué, quién arrojó la primera gomita. Espero que no me lo pregunten ni con signos de interrogación, ni esta noche ni antes ni nunca. Me tentaría la tentación de ponerme colorado y contestar:  no lo sé.
El caso es que lo sé.
Bien.
Lo sé.
Hace frío acá.
No lo hice a propósito.
Casi nada de lo que hago lo hago a propósito.
En realidad, yo.
Quizás no fue tan decisivo.
Mucho frío.
Nada.
Que.
Lo estoy pensando.
No por nada me ofrecí para cavar trincheras.
En fin.
Es ahora o nunca.
Nun
Dale, maricón, contá.
Las hostilidades comenzaron cinco minutos antes. No hubo una declaración formal, que yo sepa nadie fue un jueves o un sábado a la casa de la novia para tocar el timbre, cenar usando la servilleta y los cubiertos y las copas y luego hablar con los padres y pedir la mano de la doncella. Pero la mano vino mal de entrada, la belicosidad comenzó informalmente y ya no hubo salida con permiso de los progenitores. Al principio fueron incidentes menores de 18 años, después crecieron y crecieron hasta hacerse adultos con barba y bayoneta. Se enfrentaron en el frente los de abajo contra los de arriba, aunque más se divirtieron los del medio. Claro que, diariamente o a lo sumo cada día o al final de cada jornada, al cambiar como en tiempos de paz la ubicación de los despachos, algunos de los contendientes más fanáticos pasaban a formar parte de las filas del ejército rival y eso generaba alguna que otra confusión y demoras en el intercambio de uniformes y traspaso de armamentos, planes secretos y códigos en clave. Los que planificaban las acciones a última hora, se mutilaban bien temprano a sí mismos al convertirse en víctimas de sus crueles planes de estrategas de oficina. Otro problema derivado de los cambios resultaban ser las calculadoras que habíamos colocado camufladas en los peldaños durante la noche anterior; ellas se hacían las que estamos durmiendo y nos explotaban a la mañana siguiente en nuestras propias narices sin camuflar. Perdimos así las narices y los límites y ya nadie respetaba los códigos, subíamos por las escaleras que bajaban o bajábamos por las que no bajaban. Ya ni al olor respetábamos, lo olíamos con una sonrisa que pretendía dar imagen de victoria, por si nos estaban filmando para el noticiero de la noche con birrete. Los grupos comando se comandaban ellos mismos y se lanzaban por la baranda y, como habían sido muy bien entrenados y eran muy profesionales, no se lastimaban demasiado al caer estrepitosamente al final de cada acción barranca abajo. Luego, una vez trasladados al hospital, eran muy bien atendidos por las enfermeras y a la mierda con el entrenamiento y el profesionalismo, desertaban entre las sábanas y devolvían las medallas aunque no a las enfermeras. Los que seguíamos peleando, verdaderos héroes a gran escala, usábamos los gruesos expedientes siempre en trámite como escudos contra el ataque de las siniestras, exterminadoras gomas de borrar. Los sacapuntas de última generación eran utilizados sin escrúpulos para afilar los lápices que luego se usaban sin compasión como lanzas guerreras. También, durante los intervalos les quitábamos el capuchón a las lapiceras para pincharte mejor. Al principio de las hostilidades, los cestos de la basura fueron convertidos en casco y como tales los lucíamos, pero a los veinte o veinticinco minutos se estipuló abandonarlos y tirarlos a la basura, dado lo ridículos que nos veíamos nosotros a nosotros mismos, los beligerantes encestados. Qué fragor entonces. Aviones y barcos surcaban las escaleras, hacían un ruido ensordecedor cada vez que los escuchábamos. Es que en cada ejército había expertos en conseguir unas bonitas hojas blancas y convertirlas en letales armamentos bélicos de combate. También se crearon cuerpos especiales, unos cuerpos maravillosos, minas con unas gambas y unas tetas y unos culos infernales que no consiguieron otra cosa que lo que se habían propuesto de entrada libre y gratuita, o sea, calentar al máximo la contienda. O a los contendientes. O al menos a mí. Los grupos de elite dejaron bien temprano de cenar y se ofrecieron, qué piolas, para avanzar por la retaguardia y sorprender e invadir la zona secreta de los cuerpos especiales. Ah, eso sí, es importante y me estaba olvidando, en los campos de concentración se juntaban a charlar y a discutir los más aplicados y estudiosos; estas charlas no dieron mucho resultado, ni un solo rasguño, ah, hubo sí una raspadita, pero sin mayor éxito; durante un tiempo se negó la existencia de los campos de concentración. Uf. Cuánta violencia en aquellos días. Me agarró el arrepentimiento. Ajj, y no me suelta. No tenía intención de contar esta parte de la historia del edificio pero hubiera sido un indigno cronista y además ya la conté casi toda y es tarde para salir del embrollo. De todas maneras, por suerte o por la mala puntería imperante, no fueron muchos los heridos, solamente algunos pocos resultaron con algunas contusiones más bien leves, casi idiotas. Lo que sí hubo fue una gran cantidad de cadáveres muertos, todos carentes de vida y asimétricamente diseminados en los campos de batalla. Imposible determinar cuánto tiempo duró la contienda, los almanaques de la época fueron incendiados junto con los depósitos de agua. Cuando llegó la paz nos agarró desprevenidos, tan ocupados en la tan feroz refriega que cuando la vimos parada en el umbral de la puerta, tan tranquila ella, tan sólo atinamos a decirle hola, paz, pasá, pasá, no te quedes ahí parada, ya que llegaste por qué no venís a tomar algo o a fumar una pipa. Y así, colorín colorado, en medio de un inmenso charco de sangre y barro, (que algunos historiadores citan a las nueve de la noche como “el charquito”) barrimos el odio hasta colocarlo debajo de la alfombra y de esta manera terminó la guerra escalonada, sin vencedores ni triunfadores, medio al pedo, ¿no? Y eso que no conté nada sobre las dificultades y peripecias afrontadas para evacuar las zonas más íntimas, que si no. Cada tanto alguna escaramuza retroactiva nos retrotrae a ese tiempo distinto, son misterios de la nostalgia en forma de melancólicas esquirlas disparadas por las calculadoras olvidadas en las escaleras, o gomas que siguieron volando por alguna falla burocrática, o minas que no llegaron a fornicar debidamente. Lo malo de esta paz tan mala, hasta diría pésima  paz, es que no sabemos lo que diablos hacer con los expedientes siempre en trámite ni con los lápices ni con las lapiceras a las que hace rato les pusimos el capuchón con la firme o no tanto esperanza de que sea para siempre. O qué sé yo si es tan buena la calma, qué sé yo.
De los festejos mejor ni hablar, un embole.
Una vez firmada la paz, en un intermedio lúdico de la famosa, histórica reunión del Penúltimo Escalón, en medio de un viento glacial dio comienzo la guerra fría. Brrrrr. Que alguien me alcance una bufanda. No, esa no que pica. Las heladeras se pusieron en marcha al son de la fanfarria, se congelaron hasta nuevo aviso y a partir de entonces fueron objeto de espionajes, sabotajes, alcahuetajes, camuflajes, malevajes, entregajes, rápidas acciones de ring rajes. Se levantaron muros para protegerlas de la acción de los vándalos, que querían llevarse cubitos de recuerdo. Fue una época de muchos espías, me parece que alguien me está mirando. Los espías debían sacar número para acceder a los ojos de las cerraduras que, dicho sea de paso, les hacían guiños, tal vez para confundirlos. Con el paso del tiempo, a medida que las viejas heridas se iban abriendo, la guerra fría se fue recalentando hasta desaparecer por completo. 

Un  personaje que no participó en la guerra escalonada y que anda cada tanto por las escaleras, es el anciano esperanzador paradójico. Suele contar su historia recostado contra una pared, con la mirada atenta a cualquiera que se acerque, en la actitud del que espera a alguien. Y dice.
–Vine de lejos, tanto que no me acuerdo. Creo que viajé en barco, me parece que en el Gran Ilusión, aunque tal vez el del barco haya sido mi padre, o mi abuelo, o ninguno quizás, porque a lo mejor ni el barco fue. Ha pasado mucho tiempo, soy viejo ya, y he perdido muchas cosas, el vino y la piel, la memoria de algunos sucesos también, es que la vida es la gran ladrona. Lo más probable es que alguna vez llegué y me quedé y luché en el edificio, cuando no era lo que es ahora, claro que no, ninguno de ustedes conoció el edificio de aquellos buenos viejos tiempos, cuando el Carnaval era una fiesta y las olas arribaban una tras otra y traían más y más gente a participar. Entonces, lo juro por esta tristeza que me alumbra, se oían risas en los pasillos, las escaleras servían tanto para subir como para bajar, los ascensores funcionaban, créanme, y en cualquier rincón uno podía enamorarse una vez y para siempre. Había bailes con música, no como ahora, que se baila a los gritos y en silencio. Acá conocí a mi mujer, y nos amamos y tuvimos hijos, y hasta quizás fuimos felices de a ratos. Pero los hijos crecieron y se fueron ubicando en despachos desconocidos, quizás alguno se ha marchado del edificio, no lo sé, y mientras tanto nosotros nos fuimos quedando solos. Solos. Lo paradójico de todo esto es que con mi mujer soñamos por las noches que ese edificio que recordamos tan hermoso, en realidad nunca existió, que es fruto de nuestra imaginación. Y que no tuvimos hijos. Que nunca llegamos a ninguna parte y que nunca hicimos nada. Y lo peor de todo, lo más terrible y doloroso, es cuando soñamos que ya nunca podremos soñar otra cosa. Sin embargo, chicas y muchachos que me rodean y que tal vez estén escuchando, todavía queda algo por descubrir, y por eso me gustan las escaleras del edificio, porque a pesar del tiempo y de los cambios, cuando subo o bajo por ellas mantengo la esperanza de toparme con un amigo de antaño,  el que una vez decidió emprender el camino de bajada para tratar de encontrar la salida a tanta desdicha derramada, y me entusiasmo con llegar al día en que pueda comprobar si finalmente llegó a donde se había propuesto. Ustedes, los más jóvenes sobre todo, deben imitarlo y no abandonar la lucha, atreverse a usar las escaleras, no descartar jamás la esperanza de llegar a alguna parte. Vamos, che, a no aflojar.
Nos gusta escuchar una y otra vez la historia del anciano esperanzador paradójico, y seguimos su consejo aunque no muy esperanzados que digamos, mejor digamos que no. Pero es que en algo debemos mantenernos ocupados, matar el tiempo aunque sea con un rifle de aire comprimido, y comprimidos en nuestros despachos nos da la impresión de estar afuera, afuera de la vida y su tiempo.
Me parece que me puse filosófico, mejor descarto el párrafo anterior. Pienso, luego decido. Sí, mejor, a ver si todavía se me da por conjeturar sobre la libertad. Justo yo.
Y bien, no sé qué le pasa al resto de la gente, pero a mí y desde chico, las escaleras me fascinan, siento que siempre algo puede pasar en ellas. Y pasa, en las escaleras del edificio pasan cosas, algunas ya las conté. Y aunque no pase nada, al menos queda la esperanza de encontrar la definitiva, la última, aquella que nos eleve.
Mientras tanto, voy a salir a recorrer un poco los pasillos.
Total