viernes, 24 de octubre de 2014

sábado, 30 de agosto de 2014

sábado, 31 de mayo de 2014

El edificio - capítulo I

El edificio en el que me ocupan en algo, consta al parecer de cinco pisos los lunes. Cuando no acierto con el camino verdadero y llego, el primero que encuentro me saluda por si se larga a llover al mediodía y sólo si me confunde con un actor de la tele, será por los bigotes, digo yo, así que algún día me los dejaré crecer. Por lo general, cuando llego hace frío o calor o está templado, por eso trastabillo y finjo devolver el saludo, pero en realidad me soplo la nariz al tiempo que pienso si el ruido resultante no resulta demasiado estremecedor. Con paso firme, aunque no por eso menos tembloroso, camino por las entrañas del edificio, me dejo crecer las uñas, mastico algo del lado en que las caries no alcanzaron su apogeo, me huelo los sobacos, pongo cara de futuro desocupado y ya en mi despacho, despacho sin urgencia los asuntos más irrelevantes, que son la única clase de asuntos que llegan a mis manos, a pesar de que me las lavo todos los días, con excepción de los martes soleados, claro, obvio como el agua.

En la planta baja del sexto piso funciona a veces casi nunca el quiosco "Chupate Esta Mandarina". El encargado ocupa ese puesto como recompensa a su de ningún modo desmentido y tal vez hereditario atolondramiento, y su labor deja bastante que desear. Las consecuencias que esta actitud acarrea son tan fáciles de suponer que hasta yo supongo. Al menor descuido, ante la más pequeña insinuación, la pila de mandarinas se despreocupa del equilibrio y se explaya por el piso, y uno que anda por andar justo acierta a pasar por ahí, hace como que nadie lo mira y se inclina, levanta una cualquiera y se aferra a ella con la mejor intención, y en el momento de usarla la mandarina se niega a responder, hace un ruido extraño, no cumple con lo que su envase promete, en fin, falla. Así, uno que a la mañana a duras penas abrió los ojos, y se lavó la cara con jabón dos veces, y se considera un buen tipo de los que no le hacen mal a nadie, y fue a hacer algo en el edificio porque no sabe hacer otra cosa o por lo que sea, sale a la calle a la tarde o más tarde a pesar de todo de lo más contento, radiante con la mandarina en su poder, y ese ensayo de felicidad dura hasta el momento en que la muerde y pretende chuparla, entonces y sin escalafón se convierte en un resentido social o en un amargado para toda la cosecha o en una piltrafa humana. Y después se pasa la noche pensando en quién es realmente uno, de dónde viene a estas horas, adónde va tan apurado, qué hace despierto hasta tan tarde, y lo más importante, el nudo del gordo, la pregunta del millón de respuestas, por qué la mandarina dista tanto de ser jugosa. Y con tantos interrogantes que lo interrogan no puede dormir, y mucho menos soñar, y da vueltas y vueltas en la cama, y la cama se queja, y en medio de la noche uno dice la pucha digo o lo piensa en voz baja y no lo dice, y lo único que desea es oír pronto el despertador para volver lo antes posible al edificio, pues presiente que allí no le han dado lo que le correspondía, y por momentos piensa que no tendrá tiempo para que la justicia estalle en mil pedazos y atrapar aunque sea uno en el aire, justicia al voleo que le dicen, y entonces llega temprano y se va tarde, y mientras tanto acepta hacer cualquier cosa sin importarle si le pagan poco o poco, y trata de hacer lo conveniente aunque a lo mejor no sea lo convenido, para ver si a la salida, sobre todo si es un viernes impar, tiene suerte y de casualidad al agacharse levanta la mandarina que le estaba destinada.

Cualquier trabajo es un misterio, ya lo dijo Carlos Marx casi al final de una apocalíptica noche de farra, mientras discutía sobre la plusvalía del último vaso de vino. Ha transcurrido una punta de años desafilados, meses de cien días, días sin días ni soles, horas por horas acumuladas sobre no sé cuántos minutos, ni hablar de los segundos en oferta, un amontonamiento de cafés, batallones de nicotina y más nicotina y alcanzame por favor otro cigarrillo que recién tiré el último y lo pisé sin querer, cantidad de resmas de papel cuadriculado o todavía sin cuadricular, miles de rollos perdidos en un mar muerto, cintas desperdiciadas al por mayor, y papeles, cuántos papeles. Durante todo ese transcurrir la empresa me ha pagado el sueldo, y no sólo a mí, somos cientos en el edificio, o miles tal vez, millones quizá, quién puede saberlo. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, pero todavía discutimos y discutimos, nos secamos la lengua y nos mojamos el dedo y no logramos ponernos de acuerdo sobre la actividad que desarrolla la empresa, si es que desarrolla alguna. Se barajan, con naipes españoles por suerte, las más variadas hipótesis. Algunas de las más aquerenciadas son:

Reparación y reventa a precio de calumnia de asteroides diseminados a la pálida luz de la luna.

Gestación entre gallos y medianoche de expediciones con el fin de profanar tumbas sin personería jurídica.

Devalúo de antecedentes por evasión impositiva en los casos de individuos con dificultades para evacuar.

Almacenamiento de rosca para palier, paso fino y paso grueso, para que los chicos hagan los mandados sin protestar.

Desparramo y persuasión de golondrinas a fin de satisfacer la demanda en plazas y paseos ya pasados de moda.

Especulación panorámica de amoríos superfluos, aceptando como pagos a cuenta los improperios más aceptados en los diccionarios menos aceptados.

Administración en un dos por cuatro de orquestas de tango tan populares en la década del cuarenta, chan, chan.

Hay otras hipótesis, muchas más, lo acepto, pero son hipótesis demasiado hipotéticas.

También nos preguntamos, aunque ya en forma más íntima, como el incansable discurrir del jugo gástrico, casi en un rinconcito perdido en medio del intestino delgado a fuerza de dietas, acaso como un susurro en aerosol apenas insinuado en el lóbulo occidental de la oreja, como si se tratara de una cuestión metafísica, ¿qué carajo hacemos en el edificio?

Vaya pregunta.

Vaya, vaya.

Digo que vaya nomás, pregunta.

Hay algunas mañanas, (estas cosas siempre suceden por la mañana, según los últimos análisis realizados y que demostraron que mi mujer está misteriosa aunque efectivamente embarazada) en que buscando una respuesta a la vaya pregunta dejo deslizar con sumo cuidado, por el vidrio, la mirada a través de la ventana de mi oficina, la que en ocasiones da a otro lugar diferente, la que por lo general da a la ciudad, la que con suerte da al gran río, la que seguro da lástima pues ninguna de estas cosas se alcanza a ver a simple vista, pues una niebla furiosa recubre el exterior del edificio. Tal vez la niebla nos proteja, puede ser, eso nos dijeron y supongo que sí, que si la niebla existe sus motivos tendrá, aunque no figure en los planos. Y como decía más arriba antes de extraviarme en la niebla, durante algunas mañanas, ensimismado en mí mismo, me entrego por horas dulcemente a la contemplación del infinito, que la misma palabra lo dice. Las horas pasan entonces unas persiguiendo a otras, como burbujas que flotan en el vagón de un tren, como peces en un estanque cuesta abajo, como mariposas en un prado cuesta arriba, como bolitas buscando el hoyo, como el caer de las hojas en otoño de un viejo árbol de acá a la vuelta. Como si nada. Como si nada fuera nada.

Cuando miro pasar las horas, además del entretenimiento visual que la actividad representa, aprovecho el hueco que se me introduce en la mente y saco conclusiones, conclusiones inconclusas, conclusiones derivadas de mi pensamiento profundo o conclusiones a la deriva, y algunas tan brillantes que me enceguecen, otras tan oscuras que me iluminan, todas singularmente plurales. En fin, no sé.

Ahora pongo cara de pomelo y digo que, exprimiendo al mango este momento en que nadie mira hacia aquí, (aunque por las dudas voy a simular que mastico una galletita, crunch, crunch, puaj, (justo me tocó una medio podrida) y que mejor me tomo un vaso de agua, glug, glug, agg, agg, quién le agregó cloro a esta porquería) quisiera deslizar una crítica. Nada del otro mundo, de aquí abajo nomás. Me inquieta la cuestión, me parece percibir un incipiente intento de burocracia en el edificio. No lo puedo asegurar pues para asegurarme tendría que cumplir con los trámites engorrosos correspondientes, es una sospecha raquítica y como tal la expongo. Por ejemplo, para gozar de las vacaciones es menester viajar sin la pareja habitual, en tren de jocunda soltería, o al menos en tren. Para lograr esto hay que llenar cientos de formularios con miles de espacios en blanco, espacios a completar con letra de imprenta en el caso de casi todas las vocales y algunas consonantes. Si se quiere viajar a las sierras, hay que presentar un serrucho en buen estado y completar formularios verdes. En cambio, si nos ponemos como objetivo el mar, los formularios son verdes también. Pero si dudamos indecisos entre la montaña y la casa paterna, los formularios serán inefablemente verdes, aunque ya en este caso se trata de un verde más indeciso, algo así como, como, cómo, no sé cómo. De todas formas y para no irme demasiado lejos que eso cansa y ni siquiera hice las valijas, la opinión generalizada en los cuarteles es que no conviene vacacionar fuera del edificio, no sólo porque nos entregan únicamente formularios amarillos que, como ya se sabe, no sirven para viajar a ninguna parte, sino que por el edificio andan nuestros probables amigos de aquí para allá. Y entonces para qué, si caminando por los pasillos, espiando a través de los cerrojos, deambulando por las escaleras, yendo a los baños en las horas pico, persiste la posibilidad bastante improbable de que tal vez nos encontremos con uno o dos de ellos durante las próximas maravillosas, inolvidables vacaciones adentro.

Adentro.

Algunos empleados viven en el edificio, los demás solemos mencionar secretamente a este grupo como Los apóstoles tiempo completo. Son algo así como los cimientos, las columnas, las vigas, los corpiños, o más bien las grietas del lugar. Pero en realidad, no hay ninguno entre nosotros que no haya pasado unas que muchas noches en él. Lo más probable es que, en esos casos, el motivo de la permanencia nocturna haya sido la instalación de un chimento que indicaba, en su primera página amarilla, que el SUPER requería eficiencia y premura en las tareas, y por más risible que parezca el chimento, por más susodicho que se presente, le damos cabida y entra en nuestra vida. Entonces las noches pasan a ser noctámbulos momentos de febril actividad y no hay aspirina que alcance para bajar el nivel de la actividad. Las pasiones se desatan los cordones y los ambientes se pueblan de urgentes expedientes a concluir con habilidad y ligereza, y por eso se confeccionan miles, qué digo miles, por no exagerar digo miles, de minuciosos y detallados y refaccionados informes para informar a nadie en particular la incertidumbre sin igual de que todo sigue igual, o casi, tal vez un poco mayormente transpirados nosotros. Digámoslo de una vez o callemos para siempre, lo fundamental de no pegar un ojo es que cada noche de fajina nos brinda, servida en bandeja, la oportunidad de pegarla, de demostrar lo imprescindible que uno puede llegar a ser para realizar insólitos cálculos en la calculadora, a resultas de lo cual se completa con la cifra exacta la planilla más apremiante que imaginarse pudiera, planilla que luego por supuesto y en su puesto es revisada, controlada y finalmente tachada y corregida frigoríficamente por alguien no menos imprescindible que nosotros, que a su vez habíamos recibido las planillas de otros, para corregirlas y tacharlas, y así la cosa funciona como un círculo cerrado sin sorteo ni licitación, sin fisuras, un relojito, vea, hasta que cualquiera u otro más o menos despabilado, decide archivar en algún sólido cajón el asunto de que se trate, o se lo olvida nomás, o se le cae. Y allí quedan postradas las famosas urgentes urgencias, en reposo, dejándose, aguardando que en alguna otra noche de febriles tareas alguien ponga en hora el termómetro y las rescate y las saque a pasear de nuevo. Y así indefinidamente.

En esas noches, además de la oscuridad, suele suceder que entre las cuatro menos diez y las cinco y veinte de la madrugada, a veces antes pero no mucho o después pero no tanto, algo llega y sin anunciarse se instala en el edificio. Se trata de algo impreciso pero a la vez concreto y palpable. Al comienzo pareciera que es nomás la niebla que ingresa en esos momentos por las hendiduras, pues se convierte en una niebla honda y dura. Pero no se trata, creo yo, únicamente de la niebla. A todos los que ya medio morados moramos como moribundos esas horas, nos recorre casi al unísono una sensación cercana a lo mágico misterioso inexplicable, y entonces acontece que el latir de las paredes se apaga poco a poco, que los relojes dejan de respirar, que a las computadoras les agarra el virus del letargo, que el edificio entero simula evaporarse y desaparecer, y enseguida nos subyuga la impresión de que ya no existen ni él ni el SUPER ni nada ni nadie ni antes ni después ni arriba ni abajo, que lo urgente bien puede aguardar un par de milenios corridos, y en la atmósfera flota un sopor invencible y el espacio y el tiempo se trastocan y el proceso se acelera y ya nada es lo que había sido antaño y todos somos como una gran hermandad de solitarios corazones. O a lo mejor es tan sólo la modorra que nos vence, y adiós muchachos compañeros de mi vida, el subyugante imperio de la fiaca entra en su época cumbre y listo el ojo, pelamos las almohadas y nos ponemos a dormir el sueño de los inocentes.

Pero hubo una vez, y no es cuento, en que no sé cómo hice y conseguí sobreponerme a ese momento de crisis con bostezos y salí sin custodia de recorrida por los pasillos, mientras el resto de la multitud había dejado de apabullarse y ponía el mayor empeño en apoliyar opíparamente. Entonces crucé el umbral y caminé solitario, con los brazos colgando a los costados mientras el sonido del chocar de mis pantuflas contra la alfombra, retumbaba y retumbaba. En esa ocasión, aparte de desvelarme, descubrí la diversidad más grande de ronquidos, parecían asomarse a la puerta de cada despacho y saludarme, alguno hasta un abrazo me dio, pero la pucha, che, somos gente grande, parece mentira, y eso que le dije que no apretara tanto, tan efusivo que me dejó viendo estrellitas arriba a la izquierda de mi cabeza, o quizás no tan arriba pero tampoco muy abajo, por ahí, o casi. Durante el paseo pude apreciar ronquidos desobedientes, pormenorizados, informales, empantanados, precavidos, lisonjeros, combinados. En algunos casos se notaba que eran por contrato y me impresionaban por ser los que cargaban con la porción más grande de angustia, más que una porción se trataba de una grande de muzzarela, pues eran ronquidos con fecha de vencimiento, una fecha que se iba a cumplir inexorablemente para los durmientes angustiados, a menos que el camión de la basura pasara antes a buscarlos.

Los que no vivimos en el edificio, tenemos una ventaja a crédito. Contamos en nuestro hogar dulce hogar con una réplica exacta de nuestro despacho, con todos los elementos correspondientes. Hay una repetición de la silla, hay duplicados de los estantes con los biblioratos respectivos, y hay una birome igualita a la otra, con las mismas marcas de las mordidas en el capuchón, y hay la incontrovertible computadora, en fin, hay todo lo innecesario, hay hasta copias fieles y de gran corazón de los expedientes siempre en trámite, ay si hay. Si en un momento dado, dado que no tenemos nada mejor que hacer, agarramos de casualidad o porque estamos distraídos un legajo cualquiera en el edificio, y, luego de arduos cálculos con decimales e intrincados pensamientos sin decir males, atinamos a agregarle una coma, la misma se reproduce al instante, nada de nueve meses, en la copia casera del legajo. Y si se nos derramó otra vez café sobre el escritorio o sobre una carpeta o sobre una hoja o sobre un sobre, encontraremos la mancha todavía humeante y calentita al llegar a casa. De esta manera, con el despacho a domicilio totalmente disponible, aprovechamos las noches y los fines de semana y las ranuras del tiempo para adelantar trabajo atrasado, continuamente adelantamos trabajo atrasado, pero por más que adelantemos el atraso siempre se nos adelanta.

Una vez hubo un caso trágico. Pudimos reconstruirlo paso a paso por varios motivos: por las huellas dactilares halladas por nuestros especialistas pipa en boca lupa en mano, por la declaración de varios testigos en peligro, por los sucesivos rumores que circularon desde ese momento por los pasillos del edificio y que nadie nunca nada desmintió, y porque justo unos tipos estaban filmando las escenas para un comercial a emitirse por la radio en colores, (aunque al final la película terminó pasándose exclusivamente en el cine del edificio, función trasnoche para abonados, un mediodía que parecía que iba a llover y que al final terminó lloviendo). El incidente sucedió un domingo rojo. Uno de los más fieles empleados, cuando los empleados fieles todavía existían y no se avergonzaban de su timidez, detectó la falta de un legajo en su domicilio. Lo buscó con meticulosidad y con la vista. Nada. Ni por aquí ni por allá. Subió los muebles a la terraza, luego de desalojarlos minuciosamente. Menos. Como corresponde en estos casos según las directivas del SUPER, el empleado sometió luego a toda su familia a los consabidos apremios ilegales, aunque sin resultados positivos. El legajo extraviado no era ni muy urgente ni muy importante ni muy voluminoso ni muy maduro ni muy paranoico ni muy nada, al fin y al cabo era un legajo como todos, pero al fiel empleado le resultó por algún motivo interesante. Se supone que se había encariñado con él, se lo había tomado muy a pecho, tal vez porque le traía el recuerdo de un gran amor o a lo mejor representaba los efectos tardíos de una frustración durante la lactancia, en definitiva y en cualquier caso, un simple asunto de tetas. La cuestión es que, detectada la falta y ante el obstinado silencio de su familia numerosa y amordazada, el empleado descartó la tregua, dijo basta, se acabó lo que se daba, ensayó un gesto adusto que le salió más o menos y se puso un sombrero porque usaba sombrero. Se dirigió al edificio porque se acostumbraba dirigirse al edificio, que por aquella época permanecía cerrado los domingos. Logró ingresar pidiendo permiso a un gato que justo dormía en el umbral de la entrada secreta a la que sólo los ratones y los empleados fieles tenían acceso. Una vez en su oficina, se preguntó pero a qué vine yo acá. Cuando se acordó, se dedicó a la búsqueda del expediente. Sobre su escritorio no estaba, es más, quizás por ser domingo bien podría ser que estuviera revisando un escritorio suplente. Un par de minutos después, ya algo desesperado ante la inusual posible pérdida, se sacó el sombrero y revolvió cada rincón, dio vuelta la silla que quedó patas para abajo, puso a calentar el agua para el mate, vació los ceniceros, le sacó punta a los lápices y no dejó de preocuparse hasta que le pareció verlo asomar en un estante, pero bien arriba, muy arriba, tan arriba. La pericia determinó un desgaste prematuro de la escalera. Pero claro, la pericia se realizó siete años y tres horas después del luctuoso suceso, cuando el jefe se inquietó un poco por la ausencia y comenzó a rascarse el mentón y a asombrarse pero qué raro, che, qué raro, dónde estará este tipo que cómo se llamaba. Dicho esto, terminó de tomar el café, lo probó a ver si estaba muy caliente, lo revolvió, le puso azúcar y se sirvió un café. Tiempo después el jefe reconoció que ese día todo le había salido al revés. La cuestión es que, antes o después del café, el jefe dio cuatro pasos y al entrar al lugar de la caída bajó la vista y se encontró con el esqueleto ya sin vida del ex fiel empleado, que sonreía a la cámara. Con un gesto parecido al del asco, el jefe levantó la vista, con cuidado porque estaba recién operado de una hernia, y se encontró con el sombrero un poco pasado de moda, y a un costado, sobre el fuego, el agua hirviendo que ya no serviría ni para el mate. Sin perder tiempo anotó en su agenda, "Importante. Jugar sin falta hoy al 56". En el acta de asamblea, escrita con tinta de riguroso luto negro, quedó constancia de que al muy muerto se le había practicado respiración artificial con el inflador de bicicletas azules, que por suerte funcionó al pelo, "pero el destino estaba escrito y no hubo nada que hacerle. Métase en el cajón. Archivesé."

Es una constante. El edificio nos empuja, nos penetra, nos lleva, nos trae, nos sube, nos baja, nos arrastra la vida, nos inyecta, nos sucumbe, nos tradamus.

Aunque, no sé, no soy muy bueno con las predicciones, y después de todo tal vez no sea tan triste la vida en el edificio, es que me puse extrañamente dulce y melancólico. Sentí las tantas ganas de contar estas cosas y lo hice. Y las que vendrán. Las ganas de contar, un tesoro, o unas monedas, lo único que me sobra.

Ya salgo para allá, me voy, me retiro, pero ni salgo ni me voy ni me retiro solo, no, nunca estoy solo, ella siempre me acompaña. Siempre.

FLASH BACK CLANDESTINO.

Cambié de idea.

Suele pasar.

Me.

Cambia, todo cambia.

Decidí quedarme un rato más. Ella ya se había vestido para salir y me mira con impaciencia. Es tan esquemática que da calambre a cualquier hora. Y se viste tan mal. Casi siempre con su sombrerito pobre y el tapado marrón. No me importa, no debería importarme.

Decidí quedarme porque me acordé de pronto de aquel día en que pisé por primera vez las baldosas flojas del edificio y tengo miedo de olvidarme que me acordé de pronto y de que se me afloje la memoria.

Veamos.

No cualquiera accede al edificio, je, no es fácil la cosa, no es como agarrar una silla y sentarse a escribir una novelita. Je. No. La elección es muy estricta, plagada de vericuetos, trampas, triquiñuelas, obstáculos, zanjones. Aunque, pensándolo bien, suponiendo que es posible pensar bien, tampoco es tan difícil. Mejor me explico mejor.

Sucede que las normas que reglamentan el ingreso son las en verdad complicadas, casi una montaña de dificultades rejuntadas en un grueso volumen sin encuadernar titulado Normas Turras Para Complicarte El Primer Ingreso. Las normas son durísimas, imposibles de masticar, pero ocurre que al empleado que se ocupa de la selección del personal no lo seleccionó nadie, fue el primero en llegar aunque no muy temprano, y entonces ya es muy pero muy viejito y duerme poco y tose mucho al levantarse, tiembla todo todo el día y hace rato que peina canas en la comisaría en sus ratos libres. Y, por supuesto, ha olvidado las normas, ha olvidado cómo hacer correctamente su tarea, ha olvidado hasta su propia cara y confunde las cosas. Hace poco le pregunté.

–Oiga, Don Selector, usted se miró al espejo la cara que tiene.

–Sí que me acuerdo, cómo no. Espejo, Miguel Espejo, una buena chica, llena de inquietudes y lindas piernas, recién había salido de la colimba, la tomé en marzo al mediodía y le recomendé que se depilara.

Ya no refleja como antes, no es el mismo que supo ser cuando tallaba en piedra o en madera como el primer hombre fuerte del edificio, pero cuando me tocó a mí ingresar, ay mamita querida, Don Selector no era ni tan viejo ni tan olvidadizo ni tan accesible ni tenía ratos libres. Era astuto. Taimado. Cejijunto.

Aquella jornada inaugural es imborrable, la llevo grabada a fuego en mi memoria y cada tanto me salta una chispa. Procuraré contarla sin chamuscarme, sin llorar con lágrimas, sin que me tiemble el pulso.

oia qué me pa sa

No consigo arrancar. La nostalgia me envuelve, quiere hacer un paquete conmigo. No me jodas, nostalgia, dale, desatame.

Un poco más.

Listo. Gracias.

Todavía no había amanecido, ni siquiera había salido el sol en la ventana de la pieza cuando mi familia me despidió en la puerta, en la puerta del baño porque hacía un fresquete bárbaro afuera y éramos muchos entonces y nadie quería perder el turno ni por un ratito. Todos agitaban pañuelos, (como si yo aún fuera un mocoso) banderines alusivos y matracas fuera de lugar. Mi viejo trató de explicarle, pero mi mamá ya me había planchado el guardapolvo y entonces, toda almidonada, mientras me revisaba las orejas y otras zonas opinables, me largó una serie de preguntas y consejos, llevás todo, nene, portate bien, eh, te pusiste perfume, vení que te peino con la raya como a mí me gusta, dónde dejaste el peine, estúpido, fijate si tenés todo en la cartuchera, el pañuelo, nene, el pañuelo, te podrías haber cortado un poco mejor esas uñas, tengo que hacerlo todo yo, no te olvides de pedir permiso y decir gracias, gracias. Al final, en una pausa de su discurso, conseguí despistarla haciendo como que me iba y agarré el saco y me lo puse y me fui. Al menos había conseguido salir a la intemperie para tener la posibilidad de resfriarme como cualquier adulto con nariz. Ya en la calle, el perro del vecino de al lado quiso mover la cola pero yo miré hacia otro lado, hacia delante. Hice fuerza y me concentré, tengo que acostumbrarme a los pantalones largos, tengo que acostumbrarme a los pantalones largos, y así pensando marché rapidito hasta la estación. Creo haber sugerido que era invierno y pude deslizarme, mal que mal, sobre la escarcha y contra el viento. Disfrutando de mi libertad recién adquirida a precio de costo por liquidación de juventud, viajé por primera vez en soledad y por segunda o quinta vez en tren. Recuerdo cómo miraba por la ventanilla, uy, sí, y cómo me miraban las ancianas paradas en el pasillo. Todavía ahora, en ocasiones me duele la nuca. Es que yo trataba de descubrir el nuevo mundo mientras el tren me llevaba y los vendedores se entusiasmaban con sus ofertas en carácter de propaganda y por única vez y sigo entregando. Ya en la estación de destino, decidí caminar. Supuse que eso me vendría bien. Estaba nervioso, muy nervioso, tenso, muy tenso, y el edificio quedaba ese día a quince metros de la estación. Veinte a lo sumo. La caminata me tranquilizó. Llegué temprano y me costó mucho atravesar la primera puerta, la falta de experiencia me jugó en contra durante un rato largo, hasta que me puse canchero y me empujaron y llevaron en andas y me metieron adentro. Cuando conseguí que me atendieran y pude decir a qué venía, alguien muy amable esbozó una sonrisa y me señaló un banco. Esperé afuera, parado pues el banco permanecía cerrado todavía. Al tiempo mi ropa comenzó a arrugarse y entonces vinieron los del Servicio, me agarraron del forro del saco y me hicieron pasar discretamente al sector de lavado y planchado. El trámite allí fue bastante rápido y espumoso y luego, con el entusiasmo bien emprolijado, regresé a esperar. El banco ya había abierto, así que entré y me acerqué o me acercaron al mostrador, allí llené un formulario y deposité mi cuerpo, me puse bastante cómodo entre la multitud que había llegado antes. Dada la inquietud que me embargaba, con el ánimo en vilo, la somnolencia vino enseguida y aproveché para dejarla venir y echarme un sueño reparador. Cuando Don Selector me mandó llamar ya había soñado muchas cosas distintas a las que solía soñar cuando soñaba cosas lindas, algunas hasta me habían hecho despertar gritando y me había sudado encima y arrugado de nuevo. Al incorporarme noté que mi estómago se manifestaba hambriento, que mi lengua se había secado, que mi espalda no conseguía enderezarse del todo, y así enfrenté la primera entrevista. Al entrar al despacho un reflector me alumbró los ojos, pero me acostumbré pronto.

Al finalizar la eternidad, mientras en sus manos un papel se convertía en bollo, dijo Don Selector.

–No busque, silla para usted no hay.

–No, si yo me lo imaginé.

–Ya empezó mal.

–Quise decir que, nada.

–El guarda informó que no causó problemas. Eso es positivo.

–Guarda, qué guarda.

–El guarda del tren, jovencito, qué otro guarda conoce usted.

–No, no, sí, sí, el guarda del tren, claro, sí.

El bollo de papel voló hacia el tacho de basura, y salió por la ventana.

–Lo negativo es que el informe agrega que usted miraba mucho por la ventanilla, algunas ancianas vinieron a quejarse por ese motivo, y lo que es peor, denigrante para el edificio, usted sacó boleto de ida y vuelta.

–Sí, es verdad, lo reconozco.

La entrevista se vio interrumpida por un señor alto que entró al lugar con el bollo envuelto como para regalo, lo colocó en el cesto y se marchó.

–Otro punto en contra es que no se lo ve muy presentable, debió haberse afeitado, planchado un poco.

–Pero si me afeité, lo que pasa es que...

–Está bien, se lo dejo pasar. Hábleme de usted, es muy importante, fundamental diría, el conocer perfectamente a las personas que pretenden acceder a este lugar. Dígame, qué expectativas tiene.

–Ay, qué sé yo, me agarró por sorpresa, qué lástima no tener una mamá a mano, ni siquiera un diccionario. Expectativas con x dice usted, yo..., uy, en realidad no tengo ninguna expectativa....

–Bien muchacho, listo, firme acá abajo donde no se lee nada. Se me afeita y mañana empieza a venir. Y báñese.

–Mañana. Qué bien, la emoción me hace cosquillas, casi como que me duele. Ahora digo yo una cosa, quisiera hacerle una última pregunta que mi papá me dijo, no se vaya usted a molestar...

–Ya me está molestando, caballero.

–Mañana entonces.

–Sí, mañana. Pero ahora, antes de irse, el bollo.

–Ah, perdón, claro, el bollo, ya se lo alcanzo.

Lo busqué en el canasto y se lo entregué. Don Selector se esmeró en mejorarle la calidad, lo puso en una balanza y pareció conforme, me dio una conferencia sobre el viento y su influencia en las corrientes de aire, y luego apuntó hacia el cesto durante unos minutos y más luego efectuó el lanzamiento.

El papel atravesó raudo la ventana.

–Qué lo parió con esta ventana de mierda. Y estos bollos que ya no vienen como antes. Descuide, ya me va a salir. Qué mira, váyase.

Me fui. Me costó salir, eran tantos los que entraban para adentro que semejaban un multitudinario pleonasmo. Pero yo estaba contento como un barrilete, y algo ansioso por regresar al edificio, mi edificio.

No volví enseguida a mi hogar. Me sentía un hombre con todas las letras, incluida la h que acababa de descubrir, y quería que todos lo supieran. Elegí un quiosco atendido por una hermosa chica, le calculé mi edad y aún tengo la duda. Allí me compré mi primer atado de cigarrillos, y dame también unas pastillas de mentol, un peine de bolsillo, unas ballenitas, ah, casi me olvido, dame un lindo llavero, creo que nada más, ah, sí, qué cabeza la mía, hay otra cosa que necesito para esta noche, unos forros, dame por favor unos buenos forros de los más grandes que tengas, eh, qué cosa, cómo decís, sí, sí, claro, son para el colegio, está bien, azules, sí, azules están bien, ah, tenés razón, mejor llevo también un encendedor, dame cualquiera, total. Pagué con el billete que mi papá me había regalado y esperé el vuelto. Recibí unos caramelos, un montón así de caramelos de colores, qué dulce sos, pensé en decirle a la bella. Muchas gracias, le dije. Caminé hasta la esquina, esperé que el semáforo me autorizara aunque igual miré hacia ambos lados, y crucé la calle por la senda peatonal. Me senté a fumar en el pastito de una plaza, la que estaba justo enfrente. Las palomas no erraban ni un tiro y el sol tibio me acariciaba, lindo el sol mientras yo fumaba y fumaba, tosía y tosía, muy lindo el sol, muy lindo, pero yo qué sabía.

Esa noche hubo fiesta en casa. Una fiesta inolvidable. Comimos. Quiero decir que comimos todos sentados a la mesa con mantel y hasta nos dimos el lujo de usar los cubiertos de siempre y me dejaron tomar un poco de vino con mucha soda, no vaya a ser cosa que al otro día anduviera con resaca, ¿con lo qué, papá?, quise aprender. Recuerdo que mi padre me palmeaba y decía qué lo parió con el pibe, parece mentira, si hasta ayer nomás se meaba encima, con orgullo lo decía, y con la boca llena, compartiendo migajas, y mientras tanto mis hermanitos se repartían mis juguetes y pañales. Mamá iba y venía con la sopa, y cómo lloraba, pobre, se había quemado. Fue una hermosa, inolvidable velada, es que nos habíamos atrasado con el pago de la luz, pero ahora iba a ser distinto, ya lo vas a ver, decían mis hermanitos con los ojos mirando para el lado del futuro. Seguramente debido a mi estado de ánimo gocé de una digestión muy ruidosa. Luego me acosté y no pude desvelarme ni cinco minutos, dormí muy bien, todo de corrido, como un lirón con somníferos. No me acuerdo qué soñé, me parece que ya esa noche no soñé nada. Al día siguiente, la grúa llegó puntual a levantarme y, recién duchado, afeitado y planchado, debuté en el edificio. Tenía tantos planes que, mientras desayunaba, me había hecho un plano de los planes. Al arribar me vacunaron enseguida. Pensaba que ya el trámite de ingreso había sido cumplido, así que me aboqué de lleno a mi trabajo. Cada asunto que me llegaba era despachado con diligente esmero mientras me ilusionaba con que el éxito de cada tarea me catapultaría hacia un meteórico ascenso, como que se me iba a cumplir bien pronto el sueño del pibe y los anhelos de mi vieja, de mi vieja esperanza de triunfar en la vida y así convertirme en un elemento útil, mejor pongo imprescindible. Ese cúmulo de ilusiones una tras otra sucedió hasta que, a los dos o tres minutos sin descuento, entraron a mi oficina unos señores muy amables y grandotes y, después de escupir sobre el cartel de Prohibido Escupir, me explicaron sin ahorrar saliva, con gestos ampulosos y algo desmañados, y no me dolió demasiado fuerte y casi no me quedaron secuelas visibles y no lloré nada, un poco sí, pero cuando ellos ya se habían ido casi del todo. Realmente sentí que había crecido de golpe, o a los golpes, no sé. Enseguida me adapté a los moretones y a lo que el edificio requería de mí y al tiempo me confirmaron en mi puesto, aunque sin aclararme hasta ahora de qué puesto se trata. Pero no me puedo quejar, mi situación no difiere de la del resto, por supuesto.

Qué más puedo decir de estos hechos que me inauguraron en el edificio. Solamente dejar constancia y agradecer que mis expectativas con x de aquella lejana jornada se han cumplido con creces.

La corto acá porque ella ya hace un rato que anda con un puñal en la mano y los ojitos le brillan, se ha levantado y camina de aquí para allá yendo de la cama al living, parece inquieta y sigue tan mal vestida como antes y abrió la puerta y me mira.

Qué mirás vos.

Todo te molesta.

Va de nuevo.

Ya salgo para allá, me voy, me retiro, por lunfardear un poco agrego me las pico, me tomo el raje, pero ni salgo ni me voy ni me retiro ni me las pico ni me tomo el raje solo, no, nunca estoy solari, ella, como una fiel percanta que me amuraste, siempre me acompaña.

Dale, vamos.

Vamos, dije.

Qué te pasa ahora.

No me digas que.

Por qué no querés ir.

Mirá que sos, eh.

Qué se le va a hacer.

Así es ella.


Así.