Cae la llovizna y el hombre, que ya ni repara  en ella, apostado en la terraza, con el cuerpo levemente inclinado hacia la  derecha, apunta con su arma a uno de los que ahí abajo, en la calle, no se queda  quieto ni un momento y coloca una piedra tras otra. Si al menos se detuviera un  instante, si cualquiera de ellos se detuviera un instante, se ilusiona el hombre  del arma, que sacude la cabeza para desprenderse de las gotitas y que enseguida  se pregunta si él entonces tendría el valor o la suerte de disparar. ¿Y si  tuviera alguna de esas cosas? ¿Y si además acertara con el tiro justo y  derribara a alguno por la vía de un balazo en la frente? ¿Qué pasaría entonces?  ¿Qué harían los otros? Los otros, sí, los que no ha podido contar de tan iguales  y construyen ese empedrado bajo la llovizna que no cesa y el cielo que nunca  aclara. Confusamente reconoce no saberlo, el hombre del arma apunta y no acierta  con las respuestas, y tampoco sabe, o no lo recuerda ahora, cuándo fue que  empezó todo, y todo es este presente en el que los de "la cuadrilla", como él  llama al grupo, van colocando una piedra y luego otra y otra más y sin embargo  la construcción parece no avanzar, como si cada piedra reemplazara a una  anterior y así. Y así. Entonces el hombre en la terraza, que ha pensado todas  estas cosas, que ha dejado de apuntar, que ha colocado el arma en el piso,  apoyada contra la pared, lanza al aire un resoplido y repite el gesto de sacudir  la cabeza, trata de fijar mejor la vista, intenta concentrar su atención y  comprender los movimientos de los que están ahí abajo, en la calle, y una vez  más no lo logra, falla como ha venido fallando hasta ahora. Tiene al menos una  certeza, y eso lo tranquiliza un poco, pues los de "la cuadrilla", como él los  llama, jamás elevarán la vista para mirarlo, la experiencia de esas jornadas se  lo ha enseñado, porque ellos permanecen más bien distantes, indiferentes, lo  ignoran o quizá simulan ignorarlo, y eso que alguna vez les ha gritado, si hasta  los insultó aquella tarde de hace algunas semanas, pero ellos siguieron y siguen  reconcentrados en su trabajo diurno. Diurno sí, porque durante las noches. Las  noches ahí abajo son otra cosa, esa es la verdad, pero, se dice enseguida, mejor  no pensar ahora en lo que será la noche, y menos justo ahora que la hija ha  subido y le ha traído una taza con café o algo que debería parecerse, la hija no  debe ni siquiera sospechar lo que sucede durante las noches allí abajo. Abajo,  el insoportable abajo de las noches, cuando la oscuridad es casi total, apenas  casi, porque la luz de la luna, aun con las nubes, le permite entrever lo que  pasa en la calle y es terrible y, pero basta ya de pensar en eso, que la hija se  moja también y le está preguntando algo y él en lugar de contestar le pregunta  si ha dormido bien, y también si ha estudiado, y la hija parpadea y se encoge de  hombros y dice para qué, y agrega que mamá ha dicho que le diga matalos, decile  a tu papá que los mate, que los mate a todos, que hoy, que eso ha ordenado su  madre, y el que hoy vuelve a sonar, implacable, definitivo. Entonces el hombre  expulsa un suspiro, mira hacia las otras terrazas, y se da cuenta o acaso apenas  intuye que ya no habrá un disparo para absolverlo, que ya los otros han dejado  de vigilar y de apuntar a los de "la cuadrilla", como él los llama, o tal vez  quede todavía alguno en algún lugar que él no alcanza a observar, eso podría  ser, se esperanza, eso podría ser, se repite, y así entonces quizás podría  surgir de alguna otra parte el fogonazo salvador, el movimiento que pusiera en  juego una ficha nueva en ese tablero en el que los de abajo ponen piedras en la  calle y los de arriba vigilan y apuntan y no hacen fuego y esperan, eso si es  que a esta altura queda alguno, alguno como él, que no se va a dar por vencido,  y cuando se da vuelta y quiere decirle algo la hija se ha marchado y la llovizna  sigue, entonces agarra la taza y bebe el café, que a todo esto se ha enfriado,  cada gota se ha puesto más negra y se ha enfriado en ese invierno que parece no  irá a terminar jamás, mientras el ruido de las piedras abajo sigue. De un trago,  o dos, no más, el hombre ha bebido y ya está de nuevo apuntando, o más bien  tratando de apuntar a la cabeza de alguno que, hijo de puta, no se queda quieto  ni un instante, ni uno, y se agacha y coloca una piedra y luego otra y él  intenta tenerlo en la mira y tal vez un solo tiro bastaría. Así las horas de la  mañana pasan y pasan, como piedras.   Ahora es el mediodía, deduce el hombre en la terraza, abajo nada ha  cambiado pero ha subido su mujer siempre con el mismo vestido y le ha traído  algo para que coma. Es lo que hay, le ha dicho o es lo que él ha creído oír. La  mujer se ha quedado algo alejada, no se asoma para nada a la calle y permanece  algo rígida y lo mira, y cuando él mueve los labios ella abre la boca y le dice  matalos, qué esperás para matarlos, no ves acaso lo que va a pasar si vos no los  matás de una vez por todas, y cuando el hombre escucha las palabras, antes de  que las palabras se terminen, deja de apuntar y apoya el arma a su derecha,  contra la pared, y comienza a dejar que el pan se moje en su mano, el pan que le  han traído, uno sólo hoy, apenas uno y tan breve, piensa, aunque no pregunta  nada y el pan se moja en la lluvia que no cesa, y el hombre le dice a la mujer  por qué no me trajiste ropa seca, y la mujer se da media vuelta y se aleja, y ya  casi desaparece pero antes le dice te dije bien clarito que los mataras, y  escupe con violencia y dice otra vez yo te lo dije y se va. La mujer ya no está  y el hombre mira la terraza vacía y casi no la reconoce, tal vez por la bruma  que crea la llovizna y que desdibuja todas las cosas. Luego come, despacio, el  pan entra mojado en el cuerpo mojado. El cielo sigue igual y la llovizna sigue  igual. El hombre termina de masticar sin apuro ese pan que le han traído y ahora  le duelen las piernas, por momentos el dolor se le mezcla con el recuerdo del  dolor, tal vez el de hace un rato cuando aún no se había dado cuenta que las  piernas le dolían, o quizás el de hace unos años, cuando los dolores todavía no  se le mezclaban. Trata de olvidar el dolor y se asoma y allí están nomás, las  piedras, los hombres moviéndose y el paisaje de las piedras infinitas, y uno de  los hombres ahora se está secando la frente con un trapo, guarda el trapo en el  bolsillo y parece que va a mirarlo a él, pero no, se da vuelta apenas un poco y  en apariencia habla con el que está al lado, y el que está al lado sonríe,  asiente con la cabeza y no dice nada y se agacha y coloca una piedra, otra  piedra que no agrega nada.   Es noche ahora y la llovizna sigue. Las piedras están quietas. Las mujeres  han llegado y los hombres de "la cuadrilla", como él los llama, comienzan a  meterse en ellas, que van pasando de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, una tras  otra, y las mujeres se dejan caer una tras otra. Hasta el ruido de la noche es  similar al que se escucha durante los días, un ruido seco y duro, y él que no  cede, allí arriba, en la terraza, empapado en lluvia y sudor, sin descanso  posible espera que su mujer o su hija le alcancen algo para comer y alguna ropa  seca. Mientras tanto, fuerza la vista y ni siquiera alcanza a distinguir aunque  sea una de las caras de las mujeres, al menos una de las que cada vez parecen  ser más y más, es así, no hay vuelta que darle, como si cada noche alguna se  sumara, o más de una. Pero las caras se le borronean sin remedio en el interior  de la neblina mientras él se sigue mojando ahí arriba y ya hace rato que no  apunta, no apunta y oye las risas de los hombres de abajo, que parecen esta  noche renovarse y festejar algo, como si a la fiesta hubiera llegado el último  invitado. El que permanece arriba sufre con las risas de los hombres que no  dejan de moverse y de penetrar en las mujeres y no lo miran nunca.   Ha sido una noche terrible, piensa el hombre, quizás la peor que le ha  tocado presenciar, pero en algún impreciso momento advierte que por suerte ha  terminado, un leve cambio en la luz del amanecer, o tal vez la señal haya sido  el hecho de que las mujeres ya no están en la calle y están las piedras, lo que  para el de arriba es casi lo mismo, salvo por las risas y el jadear de los  hombres, porque el ruido es siempre igual, un ruido seco y duro, de piedras o de  mujeres que se van incrustando. Y entonces, aunque llueve igual que los otros  días y el cielo sigue tan oscuro como siempre y las horas han pasado tan  iguales, el hombre se da cuenta de que algo ha cambiado. La hija no ha subido, y  no hay café esa mañana y hay más viento, un viento arremolinado que lo hace  tiritar. Y pensar. Tendría que disparar, ahora, ¿qué puede pasar?, o a lo mejor  convendría esperar, ¿qué podría pasar?, con apenas un tiro la pesadilla habrá  terminado, o comenzará a terminarse, se dice, pero no dispara, no dispara y las  horas del día transcurren con los minutos cada vez más pesados, una carga por  momentos insoportable, se dice, y encima nadie le ha traído ni bebida ni comida  ni ropa seca, y que no importa, se dice el hombre en la terraza, no importan ni  el frío ni el hambre ni el cansancio, ya nada tiene la menor importancia, ni  siquiera el viento y la llovizna, se dice. Él no se va a dar por vencido, jamás,  y apenas alguno se quede quieto apuntará bien y apretará el gatillo, se dice.  Están atrapados, se dice.   AUDIO:  | 
martes, 10 de agosto de 2010
Piedras abajo
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