El buen señor, luego de rascarse la cabeza durante un rato, se dispuso a  manejar su propio auto e intentó embragar y poner primera tal como le habían  explicado, esa misma mañana, un par de amigos fugaces. En medio de la operación,  el auto comenzó a dar un montón de saltitos y, a partir de un instante medio  impreciso que no quedó registrado en ninguna parte, mientras el supuesto  conductor pensaba en una rana cualquiera y después en un canguro determinado, el  motor del vehículo comenzó a caer en una zona de silencio. Así y todo, sin su  ruido, con el horizonte subiendo y bajando, con el limpiaparabrisas puesto a  funcionar de manera misteriosa, el dúo de auto y chofer llegó a la estación de  servicio más próxima. Ya allí, una vez estacionado contra uno de los surtidores,  dos o tres testigos del arribo a los tumbos, lo sacaron de adentro, lo palmearon  de lo lindo al señor y le auguraron un sin fin de tropiezos semejantes, si es  que no se avenía a cumplir con las reglas del buen conducir, que por cierto  hasta ese momento no habían incluido, durante esa experiencia de menos de un  día, el arte de embragar.
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